HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

viernes, 3 de mayo de 2013

FAILURE TO COMMUNICATE


            Recuerdo perfectamente qué me atrajo de ella en cuanto la vi.

            Lo que no consigo recordar, por mucho que lo intente, es qué me impulsó a separarme de mis amigos, atravesar aquel pub atestado de gente y presentarme. Supongo que se debe a algún fallo selectivo de la memoria, el mismo que nos condena a repetir una y otra vez los mismos errores; en el mejor de los casos puedes saber qué hiciste mal, pero no qué te impulso a hacerlo.

            Me atrajeron los mismos detalles que cada día pueden hacerme reparar en cualquier chica que me cruce por la calle, esos mismos que logran que un rostro destaque de entre la multitud: una mirada, esa forma tan coqueta de apartarse el flequillo en cuanto roza sus cejas… o una sonrisa… que ni tan siquiera tiene por qué ir necesariamente dedicada a ti; simplemente se te antoja encantadora.

Clichés. Clichés repetidos hasta la náusea. Clichés heredados de padres a hijos; de una generación de poetas a la siguiente. Clichés grabados a fuego en el subconsciente colectivo. Clichés explotados por Hollywood. Clichés al ajillo, en su salsa o rebozados. Clichés al fin y al cabo.

El caso es que me presenté.

Y empezamos a hablar como si nos conociéramos de hace años. Mis amigos, fieles escuderos, no tardaron en acercarse y empezar a hablar con sus amigas. Ellas comenzaron a beber más de lo acostumbrado y ellos más de lo aconsejable (adolescentes, veinteañeros o treintañeros, da lo mismo, esta historia es siempre igual). Y sus risas pusieron coro a nuestra charla hasta que, en bloque, decidieron irse. «¿No os venís?»

No, no nos fuimos. Seguimos hablando hasta que aquel local cerró y sólo entonces, obligados por tal circunstancia, salimos de allí.

Para entonces yo ya había sacado en claro dos cosas:

Una, que ella no estaba interesada en mí.

Dos, que yo no estaba interesado en ella.

Y es que ella estaba demasiado pagada de sí misma, demasiado encantada de haberse conocido y demasiado pesada después de tres copas (si quisiera salir con alguien que no tolerase más de dos me iría de marcha con mi perro, él al menos sabe apreciar un buen whiskey). Pero tardé demasiado en darme cuenta de todo esto y, para cuando quise reaccionar, estaba atrapado.

A veces ocurre que uno se pierde en una mirada, en esa forma tan coqueta de… en toda esa mierda, vamos. Y los árboles no dejan ver el bosque. Ella saltaba de una anécdota a otra mientras yo sonreía como un idiota y aliñaba su monólogo con frases sueltas, creyendo ingenuamente que aquello me hacía formar parte de una conversación.

Anécdotas. Anécdotas acerca de su trabajo como correctora en una editorial, de sus años en la facultad de periodismo, de sus intentos infructuosos de publicar un puñado de poemas que había escrito, de ella y su gato (que ni tan siquiera bebía whiskey). Anécdotas a ajillo, en su salsa o rebozadas. Ella me fue sirviendo las suyas aderezadas con mostaza de Dijon sobre una base de egolatría deconstruida. Y he de admitir que, al principio, resultaba refrescante al paladar escuchar a alguien hablar de algo a lo que ama; saturado como suelo estar de oír a la gente quejarse de aquello que odia. Pero tras tres platos terminé saciado.

«Estudié croata durante dos años.»

No me jodas, esto ya fue demasiado.

«Parece que están cerrando.»

«¡Oh…, qué pena! Con lo bien que me lo estaba pasando. ¿Damos una vuelta?»

Mis labios ya se disponían a negarse pero mi cerebro tardó en esbozar una excusa. Tardó lo suficiente para que ella se acercase; no coqueta ni insinuante, sino con naturalidad. La misma naturalidad con que me dijo al oído:

«Creo que me gustas.»    

Esto último me sonó a chiste de mal gusto y aún recuerdo cómo la miré, preguntándola en silencio de qué carajo estaba hablando, pero ella permaneció impasible. Supongo que debí haber preguntado directamente en lugar de confiar en la expresividad de mis ojos.

De modo que terminé asintiendo, dejándome llevar por la situación, y al momento nos encontramos en la calle, paseando en silencio como una pareja de octogenarios (ella con una vaga sonrisa en el rostro y él tratando de entender lo último que ella le había dicho).

«No creo que yo te guste», dije al fin.

Sonrió abiertamente y me cogió de una mano. Era evidente que había un problema de comunicación. O quizás no, tal vez sólo estaba jugando.

«Hoy es mi cumpleaños.»

«¡Vaya, felicidades! ¿Así que tú y tus amigas estabais de celebración?»

«Me cuesta creer que haya pasado ya un año.»

Respondí que eso solía ocurrir y ella me miró como si yo acabase de decir una tontería.

«Intento cambiar algunas cosas en mi vida, pero parece que estoy condenada a repetir los mismos errores una y otra vez. Año tras año.»

Fue entonces cuando vi claramente aquello que hasta entonces apenas intuía. Aquel asunto, definitivamente, no iba de atracción; lo que yo inspiraba en ella, en el mejor de los casos, era simple confianza, así que decidí dejarla seguir hablando. Aunque en el fondo me temía que podía salir con alguna anécdota más, la enésima de la noche.

Pero en esto último me equivoqué. Ella no dijo nada más y al poco me soltó la mano.

«¿Cuánto cumples?», pregunté.

«Treinta.»

«A mí los treinta no me sentaron nada bien. Estoy rozando los treinta y dos y sólo ahora creo estar haciéndome a la idea.»

Me miró y se retiró el flequillo de las cejas con esa coquetería que me llamase tanto la atención. Fue entonces cuando, sin saber bien por qué, sentí el impulso de agarrarla de la mano. Pero ella se apartó.   

 «¿A qué idea?»

Silencio. No me apetecía ponerme en plan trascendental y aburrirla con mis tribulaciones.

«No era broma lo que te dije antes», prosiguió al ver que yo no respondería. «Me gustas, aunque no vamos a follar.»

«¿Tiene algo que ver con que hoy sea tu cumpleaños?»

«No seas bobo.»

Y ese “bobo” lo soltó con el encanto suficiente como para volver a coger mi mano y lograr que a mí me pareciese lo más natural del mundo.   

Caminamos sin decirnos nada más, paseando nuevamente como dos octogenarios (ella con una vaga sonrisa en el rostro y él tratando de entender con quién demonios iba agarrado de la mano). No hubo más anécdotas; ni de sus años en la facultad, ni de su trabajo, ni de su estúpido gato abstemio. Y he de reconocer que llegué a echarlas en falta…, o tal vez no, tal vez sólo me había entrado un poco de hambre.

Llegado un momento se paró y dijo que habíamos llegado a su portal. Por un instante, tengo que reconocer que por instante, creí que me invitaría a subir, pero me soltó la mano, me dio un beso en la mejilla y me dijo:

«Me gustas, en serio. Pero hay algo en ti que me dice que eres un capullo. Un tipo inseguro e incapaz de apreciar a una chica que te ofrezca su amistad o valorar cualquier gesto de afecto. Además, ¿en qué momento exacto diste por supuesto que no me gustabas? No, mejor no respondas. Mira, será mejor que no volvamos a vernos.»

«Feliz cumpleaños.»

Sí, eso dije.

«No quiero volver a saber nada más de ti.»

           Sí, eso dijo ella.

          Y desapareció en su portal. Yo me di media vuelta preguntándome qué carajo había pasado y enfilé calle abajo buscando un taxi. Supuse que acababa de convertirme en una de esas anécdotas con las que amenizase las noches de aquellos que atraídos por una mirada, por esa forma tan coqueta de apartarse el flequillo…, o a lo mejor por su sonrisa, terminaran sintiendo la necesidad de acercarse y conocerla.

O tal vez no y quizás ella tuviera razón y yo…

No, creo que no. Me quedo con la idea de verme reducido a una anécdota más.