HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

lunes, 2 de enero de 2012

LA MALETA

            Supongo que te debo una explicación. Bien, de acuerdo, es justo. Pero he de advertirte de que lo que voy a contar resultará difícil de creer.

            Todo empezó esta mañana, cuando salí a comprar una maleta nueva. Fui a unos grandes almacenes, de esos en los que saben atenderte con una delicada sonrisa (salvo que preguntes por el artículo más barato, en cuyo caso se limitan a señalártelo con la mano, siempre a una distancia prudencial, y desaparecer de tu vista antes de que tengas tiempo de parpadear) y, ya en la sección de viajes, me acerqué al primer vendedor que vi libre. Le saludé y le dije directamente lo que andaba buscando: una maleta grande, más que grande, enorme, negra y, a ser posible, de cuero.

            «Tenemos varios modelos grandes, más que grandes, enormes y negros, pero no tantos de cuero; lo más usual dentro de esas características son las maletas rígidas.»

            «Me gusta el cuero», respondí. «No es por fetichismo, es más por una cuestión de estilo.»

            La verdad es que ese detalle era el único que me daba igual, pero quería dar la impresión de ser esa clase de tipo que sabe lo que quiere y tiene las ideas bien claras; la clase de tipo que no soy.

            «Bien, aunque eso reduce algo las opciones, aquí tenemos unas cuantas maletas como la que anda buscando. ¿Cómo de grande, más que grande y enorme la quería?»

            «Lo suficiente como para poder meter dentro a una persona. Una persona adulta.»

            El dependiente no borró la sonrisa de su rostro ni un solo instante mientras me observaba como tratando de escanear mi imagen (supongo que para poder ofrecer a la policía una descripción lo más fiable posible de mí, si se diese caso de que en los próximos días los periódicos informasen de alguna misteriosa desaparición).

            «Bueno», arrancó a decir al fin, «eso depende… ¿La persona estaría viva o muerta? Lo digo por el rigor mortis, más que nada. Eso nos impediría poder manipular cómodamente el cuerpo y adecuarlo al tamaño de algunas maletas.»

            «Oh, no había pensado mucho en ese detalle, pero supongo que muerta… Sí, digamos que muerta.»

            «Claro…, sí, por supuesto, una persona viva probablemente se resistiría… ¿Y su intención sería meter el cuerpo de una pieza o desmembrado?»

            Se le veía oficio al tipo. Caía en todos los detalles y sus preguntas, indudablemente, tenían como único fin desechar posibles opciones antes de hacerme pasear tontamente a lo largo y ancho de la sección mostrándome maletas que, al final, no me servirían.

            «De una pieza.»

            El vendedor pareció quedarse absorto unos segundos, con los ojos mirando hacia algún punto situado a medio camino entre el infinito y lo más recóndito de su imaginación. Pero no tardó en volver a la realidad.

            «Aquí en la tienda sólo disponemos de un modelo que se ajusta a lo que desea, pero puede mirar algún otro en nuestro catálogo y pedirlo. Si no le importa esperar unos días, claro está.»

            «¿De cuánto tiempo estaríamos hablando?»

            «Bueno, antes habría que ponerse en contacto con el proveedor para comprobar la disponibilidad de la maleta que escogiese. Pero vienen a tardar entre una y dos semanas.»

            Hice un gesto de desaprobación frunciendo levemente el ceño y mudando mi sonrisa a una teatral mueca de disgusto.

            «Me temo que no puedo permitirme esperar tanto», contesté, «si fuese tan amable de enseñarme la que tienen aquí.»

            «Por supuesto, sígame, por favor».

            Atravesamos varios pasillos repletos de maletas de los más diversos colores y materiales que, alineadas rigurosamente en base a su precio, se exponían a ambos lados; quedando siempre a nuestra izquierda la gama más infantil, con dibujitos de héroes de cómic o el último estreno Disney. Hasta que al fin llegamos a la zona de maletas grandes, más que grandes, enormes y negras: El vendedor estaba en lo cierto y sólo una se acercaba a lo que yo buscaba.

            «Aquí está», dijo agarrándola y poniéndola en el suelo junto a mis pies, «grande, más que grande, enorme, negra y de cuero. Noventa por cien vacuno. ¡Proveniente de toros de lidia nada menos! Y diez por ciento equino, de mula afgana, para ser exactos. Puede contener algunas trazas de toreros muertos… Inapreciable en el acabado final que, como podrá observar, es perfecto.»

            Había oído hablar de las mulas de Afganistán y del excelente cuero que se conseguía de sus cuartos traseros. Claro, que tal detalle era lo de menos.

Estaba dudando. Era enorme, sí, pero no estaba seguro al cien por cien de que cupiese un cuerpo humano, adulto y sin trocear dentro de ella. De modo que le manifesté mi duda.

            «Si lo desea podemos hacer la prueba. Ábrala y me meteré dentro para comprobarlo. Mido un metro ochenta; si entro yo, entra casi cualquier persona.»

            «Sí, estaría bien, pero tendrá que fingir el rigor mortis», objeté.

            Me respondió que no era problema y que ya estaba acostumbrado porque su novia trabajaba maquillando cadáveres y solía practicar con él.

            Por lo que, tras agradecerle el gesto, abrí la maleta, metí dentro al dependiente y cerré para asegurarme de que la cremallera corría con facilidad. Así fue y me alegré de haber dado con la maleta ideal y con un vendedor tan majo y eficiente, pero al descorrer la cremallera… no estaba. ¡Había desaparecido!

Tras unos momentos de asombro, con los ojos abiertos como platos y la boca desencajada por la perplejidad, me dije a mí mismo que, seguramente, habría algún compartimento o un doble fondo indistinguible a simple vista, así que palpé el interior y abrí todos los bolsillos que vi por pequeños que estos fuesen, mas no hubo resultado. ¿Dónde carajo habría ido a parar aquel tipo? La maleta era grande, pero no tanto como para perderse dentro.

Sopesé un instante la opción de llamarlo, si bien la deseché enseguida, dado que si alguien me viese hablando con una maleta, sin duda pensaría que estaba loco y avisaría a seguridad. Entonces caí en la cuenta de había una manera más sencilla de comprobar si el vendedor continuaba dentro o se había esfumado… Y levanté la maleta. La levanté sin problemas; era imposible que hubiese alguien en su interior.

¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

También podía largarme por donde había venido y olvidarme del tema, si bien era tal la curiosidad que me corroía por dentro que, si no hallaba una explicación (y de paso al vendedor), temía no poder dormir en un mes de la de vueltas que daría al asunto en mi cabeza.

Resignado, vencido, agaché finalmente la cabeza y me rendí ante la única forma que se me antojó medio razonable de satisfacer mi malsana y ya mencionada curiosidad: entrar yo mismo en la dichosa (grande, más que grande, enorme, negra y de cuero) maleta.

Y aparecí aquí… ¡Desnudo! Del vendedor ni rastro. ¡Vete a saber dónde habrá terminado él! Pero yo aparecí aquí justo antes de que abrieses la puerta.

No sé cómo. Supongo que es uno de esos misterios que hay que dejar estar, sin más. Pensemos en ello como algo mágico y a la vez… gracioso. Sí, sé que no te habrá hecho mucha gracia encontrarme aquí, en tu dormitorio y con tu mujer. Pero dale tiempo.

Tú dale tiempo.