HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

martes, 11 de octubre de 2011

Y EL CASO ES QUE SE HA QUEDADO UN BUEN DÍA

         Había perdido su nombre en algún momento, imposible saber cuál, según volvía del trabajo. Y no estaba el día para girar sobre sus pasos y buscarlo, no con la solanera que estaba cayendo. Afortunadamente, sus llaves seguían en el bolsillo derecho del pantalón raído y de bajos pasados que, como si de una promesa se tratara, no había lavado en un mes.

De modo que entró en su casa sin problemas. Y es que estos, malditos traidores sin escrúpulos, tenían la malsana costumbre de presentarse sin avisar (cual suegra metomentodo-con-mala-leche-vaya-una-buena-que-me-ha-caído-por-Diós…, una suegra estándar, vamos) y, por regla general, dejaban que se confiase antes de machacarlo sin piedad.

Así pasó aquella tarde; los problemas no hicieron muda alguna en su rutina y, según dejó las llaves en la mesa del salón, la soledad cayó sobre él como una losa. Fue tal el peso que castigó sus maltrechos hombros, que se desplomó en el suelo, quedando atrapado y al borde de la asfixia. Por fortuna, no era la primera vez que se hallaba en semejante brete y, evitando caer presa de la desesperación, supo cómo reaccionar.

Deslizó, no sin esfuerzo, su mano derecha hacia la cremallera del pantalón y agarró su miembro. Lo que vino a continuación fue una paja rápida (que faltaba el aire y no estaba la cosa para recrearse). En el momento en que una hemorragia de placer brotó a chorro y empapó su entrepierna, logró zafarse ágilmente de la losa de soledad que lo aprisionaba.

Corrió entonces hacia el baño, desnudándose por el largo pasillo que comunicaba éste con el salón y se metió en la ducha.

Mientras el agua fría recorría su cuerpo (consciente de que debía darse prisa, pues si se deleitaba con las vistas en su camino al desagüe se calentaría), él tenía la mente en otra parte, muy, muy lejos de allí. De modo que la llamó y ésta acudió, presta, a la llamada de su dueño. Una vez reunidos, mente y amo comenzaron una animada charla y llegaron a la conclusión de que el sexo con uno mismo no era más que una solución temporal a la soledad. Y que ésta, amante celosa, volvería una y otra vez hasta lograr reventarlo bajo su peso.

Quizás si él saliese un poco…, porque el caso es que se había quedado un buen día, según le dijo su mente (que aprovechó la ya citada y breve escapadita para bajar a comprar el pan). Pero no, no le parecía una buena idea; odiaba dar paseos así, sin más, con o sin rumbo fijo.

Así que cerró el grifo y abandonó la ducha de un salto para terminar frente al ordenador que, pese a ser portátil, rara vez cedía su lugar preferente en la mesa del salón.  Lo encendió y fue a la cocina a prepararse un café (el quinto del día, mas el primero fuera del trabajo) e ir fumándose un cigarro en lo que arrancaba el maldito Windows.

De esta guisa, aún en pelota picada y armado con sus dosis vespertinas de alcaloides, atravesó el salón y salió a la terraza dispuesto a secar su cuerpo al sol. Sí, definitivamente se había quedado un buen día. Tal vez podría aprovechar y buscar su nombre…, pero tiró la idea por la barandilla y ésta cayó a la calle, golpeando de refilón en la cabeza a una señora mayor.

«¡No arrojen basura, hijos de puta! ¡Un día escalabrarán a alguien!», gritó alzando un puño y agitándolo en el aire.

Ni era la primera vez que una vieja le increpaba por lanzar ideas o proyectos al vacío, ni tampoco la primera que los insultos le entraban por un oído y le salían por otro. Todo era cuestión de acostumbrarse.

Así que siguió plantado en la terraza, sin inmutarse lo más mínimo, apurando el cigarro y disfrutando de su café recién hecho hasta que, como impulsado por un resorte, dio media vuelta, volvió al salón y se sentó frente al ordenador.

Miró su mail: La bandeja de entrada estaba vacía.

Miró su blog: Ningún comentario en las dos entradas que hiciese a altas horas de la madrugada. Apagó la colilla en el cenicero de cristal que siempre orbitaba en torno al PC y encendió otro cigarro.

Era jodido estar solo, realmente solo. Cada mañana, nada más despertar, el simple hecho de sentir el frio de la ausencia en la mitad izquierda de la cama le encogía el corazón hasta dejárselo en el marcapasos. Tampoco era que la echase de menos a ella; echaba en falta a alguien. Y, para colmo, lo que le esperaba en su trabajo como cajero de una sucursal bancaría, no era otra cosa más que cruzarse con espectros incapaces de intercambiar otra cosa que no fueran saludos fugaces o frases hechas. Algo que, a todas luces, no ayudaba lo más mínimo a que el reloj corriera más deprisa.

Para colmo su jefe lo tenía cruzado, bien cruzado, entre ceja y ceja: En las últimas semanas le había dado a entender, con torpes indirectas y gestos nada gentiles, que su puesto pendía de un hilo.

Si tal hilo se rompía, su rutina trabajo-casa-trabajo-casa-trabajo desaparecería y, casi con toda seguridad, acabaría encerrado (cual moderno ermitaño) en sus cincuenta metros cuadrados de piso de alquiler en el extrarradio de Madrid. 

Iba por mal camino (All work and no play makes Jack a dull boy, pensó parafraseando “El resplandor”) y su mente no tardó en emitir una señal de alarma, pero ésta coincidió con una violenta tos causada por el humo juguetón y caprichoso del cigarro que, en lugar de dirigirse a los pulmones, optó por hacer compañía a la flema perpetua (cual nieve del Kilimanjaro), que residía en la garganta, y tal señal paso inadvertida.

Segundos después la soledad volvió a precipitarse sobre él, golpeándolo a traición y aplastando su cabeza contra el teclado del ordenador.

Esta vez no pudo quiso reaccionar y sus manos permanecieron inmóviles mientras el resto de su cuerpo convulsionaba en los últimos estertores.

«Otra tumba anónima», pensó la soledad haciendo una muesca más en su revólver.

domingo, 9 de octubre de 2011

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

«Ha ha», dijo compendiosamente,

y no se extravió en consideraciones más amplias.

Gestas y opiniones del Doctor Faustroll,

Alfred Jarry





            Abrió la puerta y se encontró con el cuerpo desnudo de su vecina. Le faltaba la cabeza, pero aún así la reconoció al instante; era su vecina de abajo, sin duda. Sus curvas, sus lunares, aquella marca de nacimiento en forma de clavel rodeando el minúsculo ombligo… Apenas se habían acostado un par de veces, muchos meses atrás eso sí, pero ciertos detalles no se olvidan fácilmente.

Se quedó clavado en el sitio, con las llaves en una mano, un cigarro aún por encender en la otra y la puerta por cerrar. ¡Menudo día llevaba!

Ya nada más despertar comprobó con Estupor (su perro), que las oes de su nombre se habían desprendido durante la noche y rodaban de un lado a otro por el suelo de la habitación, escondiéndose bajo la cama cada vez que trataba de atraparlas. De ahora en adelante tendría que hacerse llamar Ernest Alfred y la gente lo tomaría por francés.

Salió de la habitación, camino de la ducha, mientras Estupor le ladraba a las juguetonas y escurridizas oes.

—No insistas, amigo, mucho me temo que no saldrán fácilmente de ahí.

Y fue entonces, a las puertas de su ducha matinal, antes de su primer café y de acercar siquiera el primer cigarro del día a sus labios, cuando sonó el teléfono. No acostumbraba a contestar estando bajo de alcaloides, de modo que lo dejó sonar, se desvistió y abrió el grifo del agua fría.

Media hora, una ducha, un café con leche y dos cigarros más tarde, Ernesto ya estaba sentado frente al ordenador. El tiempo apremiaba, la crónica en la que trabajaba tenía que estar terminada para el día siguiente y apenas llevaba escritas unas pocas líneas. Si bien él siempre había trabajado mejor bajo presión y en esos momentos se encontraba en su salsa, aporreando el teclado mientras los Lynyrd Skynyrd martilleaban sus tímpanos desde la minicadena, en el extremo opuesto del salón.

Oyó cómo Estupor arrancaba a ladrar nuevamente y se levantó dispuesto a prepararse su segundo café.

—¿Hay suerte colega? Avísame si esos cabrones salen de su escondite —dijo desde la cocina, arrastrando cada sílaba de puro desdén hacia su propia pregunta; sin fe alguna en que las oes cesasen en su rebeldía.

Y entonces el teléfono sonó por segunda vez y esta vez sí lo descolgó. Reconocer a su ex tras la voz que gritaba incoherencias al otro lado de la línea no le hizo mucha gracia. Cuando vivían juntos ella siempre se las apañaba para interrumpirle con sandeces de los más variados calibres mientras él estaba escribiendo y Ernesto no entendía esto como una falta de respeto hacia su trabajo, si no hacia él.

—¿De qué cojones estás hablando? ¿Qué Apocalipsis ni qué hostias?

—Te digo que están aquí los cuatro jinetes del Apocalipsis y preguntan por ti —respondió ella.

—¡Vamos, no jodas! Ahora estoy ocupado, ponles algo de picar y que esperen sentados. Ya veré si puedo pasarme por tu casa más tarde.

—¡Pero que son los cuatro jinetes del Apocalipsis!

—Como si son los tres tristes tigres que comen trigo en un trigal, no me llames para gilipolleces —Ernest colgó y se llevó las manos a la cabeza; aquella mujer le sacaba de sus casillas. Dos años, un puñado de polvos con su vecina y unos cuantos miles de euros en psicoterapia después de haberse separado, ella aún conseguía desequilibrarlo ocasionalmente con llamadas inoportunas.

Ernesto Alfredo pensó entonces en ofrecer las erres de su nombre al Dios de turno con tal de que su ex le dejase en paz. Incluso aunque tal sacrificio implicase hacerse llamar “Enest Alfed” y que la gente lo tomara por un francés gangoso; la quintaesencia de lo ininteligible, sin duda.

—¿Y esas oes? ¿Salen? —preguntó caminando hacia el dormitorio.

Pero Estupor no respondió. En esos momentos estaba tumbado a los pies de la cama y se entretenía siguiendo con la mirada a las oes mientras éstas correteaban y pegaban minúsculos saltitos de o.

Tras dar una palmadita al perro y abrir el armario se quedó parado un instante antes de decidir vestirse con unos vaqueros raídos y una camiseta negra. Andaba escaso de tabaco y ya eran cerca de las diez; al menos la interrupción de su ex le serviría para mover el culo de la silla y bajar al estanco.

Fue entonces cuando salió del piso y vio a su vecina tirada en el rellano, desnuda y decapitada.

En cuanto recuperó algo de compostura se giró, lentamente, como quien teme despertar a un gigante (o, en su defecto, a alguien que pueda partirle la cara a uno sin inmutarse: un padre al que se le despierta de la siesta, por ejemplo), y volvió a entrar en su casa. Sólo tres palabras cruzaron por la mente de Ernesto: «¿Pero qué cojones…?».

Oyó un gran estrépito proveniente de la calle y salió de su ensimismamiento; corrió hacia la ventana del salón para asomarse. En las aceras todo eran gritos y caos, mientras el cielo, encapotado y amenazando tormenta, parecía ir resquebrajándose por momentos. De entre la grieta que poco a poco se formaba aparecieron cuatro jinetes a lomos de cuatro caballos.

«¿Pero qué cojones…?».

Siguió con la vista a los jinetes y estos descendieron hasta su calle, dejando a los corceles junto al portal y llamando al telefonillo de Ernesto.

«¿Pero qué cojones…?».

Al ver que nadie contestaba hicieron un corrillo y comenzaron a charlar entre sí. Mientras, la gente a sus espaldas corría despavorida: unos envueltos en llamas (lo cual, aunque poco útil, al menos es bastante comprensible) y otros gravemente mutilados (algunos de los cuales, aquellos que habían perdido al menos una pierna, no es que corriesen mucho).

Y los jinetes volvieron a llamar al telefonillo.

—¿Sí? —contestó, al fin, Ernesto.

—Baja —respondieron los cuatro al unísono.

—No quiero.

—Ernesto, mira, soy la Peste. No te hagas de rogar, tarde o temprano tendrás que bajar, aunque sólo sea para comprar tabaco, así que no nos hagas perder el tiempo a lo tonto  —dijo uno de ellos.

El telefonillo permaneció en silencio unos segundos hasta que, finalmente, Ernesto respondió.

—Paso. Además, ahora me llamo Ernest.

—No nos hagas subir, Ernesto —amenazó nuevamente la Peste.

—Ernest.

La Peste se llevó las manos a la cabeza, incapaz de contener los nervios, y dijo a los demás que él así no podía trabajar, que no eran maneras, que antes las cosas se hacían de modo bien distinto y nunca habían tenido esos problemas.

—¡Subimos! —añadió entonces uno de sus compañeros a la vez que abría la puerta de una patada.

Un instante después sonaba el timbre del piso de Ernesto y él les abrió amenazándoles con un cuchillo de carnicero.

—¿Se puede saber qué pretende? —preguntó la Peste mientras el resto observaban, curiosos, el cadáver de la vecina.

—Les estoy amenazando. Lárguense antes de que cometa alguna locura.

—Guarde eso antes de que se haga daño y tome —dijo tirando una túnica negra sobre la cara de Ernesto —. Vístase, este es su nuevo uniforme.

—Su nuevo uniforme —corearon los otros tres jinetes.

—Queda usted oficialmente reclutado.

Y Ernesto dejó al momento de preocuparse por haber perdido las oes de su nombre, apartó de su mente el trabajo pendiente, borró de un soplo cualquier recuerdo de su ex, de su vecina y de la cotidianeidad que hasta ese instante había inundado cada resquicio de su vida.

Lo más que alcanzó a decir (a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad y escoltado por Estupor, que había decidido dar por imposibles a las oes), lo único que logró pronunciar fue…

«Ha ha».   


jueves, 6 de octubre de 2011

YA COCINO YO

           Ella nunca había sido buena cocinera (lo más que puedo argumentar en su defensa es que yo tampoco). Y sí, quizá haya que reconocer que el cocido de lata y los congelados sabía prepararlos con prestancia y darles un puntito casero añadiendo con una hoja de perejil su toque personal. Mas no por ello lo más elaborado que se atrevió a preparar hasta aquel día habían sido unos sándwiches de foie-gras con queso que, víctimas inocentes de su inexperiencia con la sandwichera salieron negros como el tizón y terminaron en el cubo de la basura.

            De modo que ignoro las razones que la pudieron empujar a decidir cocinar aquel día. Bien es cierto que teníamos visita: mi hermano y su novia se pasarían para comer, pero ya en otras ocasiones una llamada a un chino o una pizza habían resuelto el menú. Y tampoco había necesidad de impresionarles ya que ambos se nutrían casi exclusivamente a base de hamburguesas de pollo y patatas fritas pues su paladar rechazaba con arcadas cualquier salsa o condimento más allá del ketchup o la mayonesa. Es más, mi hermano usó durante años la salsa al pesto como laxante.

            Y allí estaba ella, frente a los fogones y con la encimera repleta de filetes de pollo, pimientos, cebollas, ajos, botes de especias, limones…

            "¿Quieres que te eche una mano?”.

            “Te he dicho que ya cocino yo, que te quedes en el sofá viendo la tele”.

            Pero no podía dejarla sola ante semejante derroche de materia prima, estaba convencido de que no sabría ni por donde empezar y la sola imagen mental de cómo podría terminar todo me atormentaba.

            “¿Estás segura?”.

            “Vete, que todavía me pones nerviosa”.

            Y resignado me arrastré hasta el sofá del salón que, muy amablemente, abrazó mis posaderas. En cuestión de segundos escuché el primer grito.

            “¡Joder!”.

            “¿Qué pasa?”, pregunté aún sentado.

            “¡Trae tiritas!”.

            Cuando entré en la cocina y vi que se lavaba un corte superficial en su mano izquierda bajo el grifo del fregadero creí que se daría por vencida y cedería en su empeño por cocinar más allá de sus posibilidades.

            “Las tiritas”.

            “Dame, y vete que aún no he terminado”. Terca mujer. Ni por asomo la volvería a dejar sola.

            “No hay nada en la tele, mejor me quedo aquí calladito y en un rincón para dejarte hacer”.

            “Vale, pero no abras la boca que me pones nerviosa”.

            Y así hice, apoyándome en el quicio de la puerta de la cocina y encendiéndome un cigarro.

Vi cómo se ponía tranquilamente la tirita para, acto seguido, agarrar un cuchillo jamonero y arremeter contra un pimiento tratando de cortarlo en juliana. Fiel a sus deseos, no dije nada.

“¡Mierda!”, gritó al cortarse de nuevo en el mismo dedo. Y mi enfermiza mente fantaseó por un instante con un dedo saltarín que pegando botes terminaba en una de las sartenes y empezaba a freírse mientras yo buscaba una espátula para sacarlo y meterlo en hielo y rezar por poder reimplantárselo. Entonces, un profundo sentimiento de vergüenza por haber imaginado que algo así pudiera pasarle a la persona que yo más quería me sacó de mi estado de anonadamiento y me acerqué para ayudarla con la herida.

“¡Quédate donde estabas! Que sé lo que me hago”, gritó mientras se ponía otra tirita.

Retrocedí hasta la puerta y reparé en el humeante aceite de una de las tres sartenes dispuestas sobre la vitrocerámica. De nuevo, no dije nada y ella volvió a cebarse con el pimiento.   

            Una vez hubo terminado de rebanarlo dio un paso atrás y echó un vistazo general a la encimera. Supuse que estaría pensando por donde continuar: si agarrar otro pimiento, arriesgarse y atacar a alguna cebolla, ir sazonando el pollo… sólo Dios sabe qué carajo rondaría su cabeza durante esos segundos a lo largo de los cuales yo, hombre de palabra, no dije nada.

            Por fin agarró la tabla sobre la cual reposaba el pimiento y lo volcó bruscamente sobre la sartén que captase mi atención instantes antes, haciendo que el aceite saltase por doquier y alcanzase, mínimamente, uno de sus brazos.

             “¡Joder!”, gritó.

            Esta vez mi mente permaneció en su sitio y reaccioné con rapidez.

            “¿Te traigo una pomada?”.

            “¡Cállate! Sí”.

            Apagué el cigarro y me fui al cuarto de baño a por la pomada para las quemaduras. Cuando volví con ella me la quitó de las manos y me apartó de un manotazo.

            “Ya me apaño yo solita”.

            Y volví a refugiarme junto a la puerta, limitándome a observar en silencio cómo embadurnaba su brazo con aquel potingue.

            “Ya está”, dijo para sí cuando terminó.

            Tras lavarse concienzudamente las manos cogió una botella de aceite y la vació repartiendo su contenido entre las dos sartenes que aún no había usado. Recé en silencio mientras ella conectaba los selectores de la vitrocerámica al máximo.

            Entonces sacó un cuchillo de carnicero más parecido a un hacha que a un instrumento de cocina, agarró una cebolla y yo no pude sujetar mi lengua por más tiempo:

            “Cuchillo de carnicero igual a cuchillo para carne”.

            “¿Es que no te vas a callar?”, contestó agitando la cebolla en el aire.

            Sellé simbólicamente mis labios haciendo recorrer por ellos una cremallera invisible y agaché la cabeza.

            Me la imaginé cortándose una mano que, por efecto de la inercia, comenzaba a dar vueltas por la encimera cual peonza, como danzando un macabro breakdance mientras ella gritaba que la culpa era mía por haberla puesto nerviosa y me señalaba con su sangrante muñón.

            Me despertó un horrible grito y, joder, este era de verdad.

            Vi la cebolla medio troceada esparcida por toda la vitro y una sartén volcada en el suelo.

            “¡Trae la pomada, joder!”.

            “¿Qué cojones pomada? Te acabas de quemar las dos piernas, no hay pomada en el mundo para eso. Llamo a urgencias”.

            Sus finos pantalones de algodón se habían pegado a la piel y humeaban esparciendo un hedor insoportable.

            “¡Ahhhh! Mierda, quema”, chillaba saltando por toda la cocina.

            Ya tenía el móvil en la mano cuando sonó el telefonillo.

            “¡Joder, son ellos! Deja el puto teléfono, tengo que terminar de preparar esto”.

            No podía dar crédito a lo que me decía, se debía de haber vuelto loca, de modo que la ignoré y comencé a marcar.

            “¡He dicho que sueltes el puto teléfono!”, chilló acercándose torpemente hacia mí, mirándome con unos ojos que no transmitían odio, si no rabia y dolor. Reparé en sus piernas y ahora fui incapaz de distinguir los pantalones de su piel: se habían fundido.

            El telefonillo volvió a sonar.

            “¿Quieres abrirles de una vez?”.

            Mi vista se nubló un segundo y cuando volvió en sí reparé en que ella sujetaba con manos temblorosas una sartén. Arrojé el móvil contra la pared y quise acercarme a ella, pero no me dio tiempo.

            El dolor pudo con ella, sus piernas la fallaron. Cayó bruscamente dando con su espalda en el suelo y la sartén, tras describir una extraña parábola en el aire, derramó todo su aceite sobre su pecho y su cara. Lo que siguió fue un grito dantesco y un nuevo timbrazo del telefonillo.

            Paralizado por el horror, contemplé cómo ella, entre alaridos, se incorporaba y comenzaba a arrancase la piel de su cuerpo a tiras. Las mejillas y los hombros necesitaron de varios intentos pero no así el cuero cabelludo, que se desprendió con macabra facilidad.

            Ante tal visión mis tripas no pudieron resistir más y vomité mi desayuno a sus pies, sobre las baldosas repletas de pellejo frito.

            Postrado, escupiendo los últimos tropezones de lo que pocas horas antes fuesen unos deliciosos cruasanes de chocolate, con la cabeza a un palmo del suelo, reparé en un par de bolitas que nadaban entre mi pota. Al reconocerlos como los ojos que un día me enamorasen noté una nueva arcada que, esta vez, sólo trajo consigo un reguero de bilis que aliñó la horrible mezcolanza orgánica creada en un instante.

            Logré levantarme sacando fuerzas de lo más profundo de mi ser y al instante me arrepentí de haberlo hecho.

            Su cabeza, reducida a una calavera adornada con jirones de carne se movía desorientada, de izquierda a derecha, como preguntándose qué cojones estaba pasando.

            El telefonillo volvió a sonar.

            Pude ver su mandíbula agitarse tétricamente y oír un hilo de voz pronunciar algo ininteligible antes de que aquello que milagrosamente aún la mantenía unida a la vida la abandonase definitivamente y su cuerpo se desplomase.

            Y el telefonillo sonó una vez más.