HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

miércoles, 31 de agosto de 2011

CAMPANAS EN EL DESIERTO


            Si estás leyendo esto, es que estás bien jodido.

Aquel día me despertaron las campanas. Tocaban a muerto.

            Y salté como un resorte de la cama, para que al instante el frío de noviembre golpease mi cuerpo desnudo. La noche anterior había sido muy, muy larga. Mucho aliño de alcohol, tabaco, risas y ella demasiado de lejos en mi memoria. Manteniendo la prudente distancia que mantienen los sueños; nunca las pesadillas.

Una noche más.

Y ahora las campanas tocaban a muerto.

Caminé hacia la ducha, tiritando. Los efluvios etílicos que hasta pocos momentos atrás me mantuviesen bien calentito, bajo el edredón, habían perdido gran parte de su fuerza. De modo que opté por abrir el grifo del agua caliente. Y es que las cañerías de mi casa, bendecidas en su día por el mismísimo Juan Pablo II, tenían la milagrosa propiedad de convertir el agua fría en agua bendita y la caliente en vino.

Purgar mis pecados o mantenerme firme en lo que carajo estuviese haciendo con mi vida. ¡Ojala todo en la vida fuese cuestión de elegir!

En cuanto terminé de ducharme corrí a la habitación y me vestí escogiendo cuidadosamente entre el montón de camisetas arrugadas y vaqueros ajados que abarrotaban mi armario para, en seguida, salir del piso sin tomar siquiera mi primer café del día. Hay quien lo toma con magdalenas, hay quien con churros y quien prefiere los bizcochos; yo suelo mojar cuatro cigarros (rubios) en el café. Pero aquella mañana estaba sin tabaco y tenía que comprarlo cuanto antes.

Así que ahí me tenéis: recién duchado, con el pelo aún empapado de tintorro y sin nada para desayunar. El día no podía haber empezado peor. Aunque, al menos, el tañido de las campanas había cesado.

Cerré la puerta bajo cuatro llaves y un candado de bici que le robé a un niño meses atrás y llamé al ascensor. No tardó en llegar. Las puertas se abrieron y me tropecé con mi abuelo; cosa extraña, ya que había fallecido hacía cuatro años.

—¿Qué tal, yayo? ¿Te creía muerto?

Y él me respondió «aquí andamos» y que ahora era un fantasma y trabajaba de ascensorista a tiempo parcial, lo cual que venía muy bien para conciliar vida familiar y profesional. Me dio una palmadita en la espalda, apretó un botón y el ascensor comenzó a descender.

Un piso, dos, tres, cuatro, cinco… seis. Se me antojó raro, porque vivo en un tercero y el edificio no tiene garaje, pero no dije nada. Siete, ocho, nueve, diez… Así hasta que llegamos a la planta menos veinte y el sonido metálico de un timbre retumbó por toda la cabina. Mi abuelo apretó entonces otro botón, nos paramos al fin, y él dijo que ya habíamos llegado, pero no abrió las puertas. En lugar de eso, se limitó a girarse y me observó en silencio, diría que como escrutándome. Nunca me había mirado así, ni siquiera cuando estaba vivo y yo era un adolescente patizambo y con la cara llena de acné. Pensé que habría sido más normal que un abuelo calibrase a su nieto entonces y no a los treinta y tantos. Pero, una vez más, nada dije.

«Suerte», me deseó con un hilo de voz mientras me regalaba otra palmada en la espalda, antes de abrir las puertas. «La vas a necesitar», añadió. Y me despedí de él extrañado, con un «hasta luego» que parecía casi más una pregunta que un deseo.

*

En cuanto salí del ascensor una luz fuerte, directa, contundente como una coz, me atizó en la cara cegándome unos segundos. Fue tal la fuerza del impacto que mis rodillas flojearon y cedieron hasta besar la tierra, tirando de mi cuerpo en su caída.  

Nada más reponerme giré instintivamente hacia el ascensor en busca de refugio, pero había desaparecido. En su lugar, en lugar de cualquier escenario conocido por mí, se extendía un vasto desierto coronado por el sol que me deslumbrase instantes atrás.

Kilómetros y kilómetros de dunas me rodeaban.

¡Menuda putada!, fue lo más ingenioso que se me ocurrió antes de que las campanas, desde algún rincón inalcanzable para mis ojos, volvieran a tocar a muerto. Y, a falta de un plan mejor (cualquier otro plan), dejé que aquel sonido me guiase. Este, oeste, norte, sur…, imposible saber hacia dónde me dirigía.

Caminé durante días, tal vez semanas, caminé hasta perder el sentido del tiempo y de la realidad. Con el sol siempre estático sobre mi cabeza y el sonido de las campanas llegando intermitente desde lejos, desde más allá del horizonte. Hasta que terminé dándome por vencido y me senté sobre la arena. Aquel maldito desierto amenazaba no tener fin y nadie, salvo yo, parecía haberlo pisado jamás.

¡Menuda putada!

Te contaré algo: En situaciones como esa uno tiende a echar la vista atrás, muy atrás, tanto como para dar la vuelta y estar de regreso al momento exacto en que se encuentra. Buscas una explicación, buscas culpables, buscas los pasos que te llevaron allí…, buscas y buscas. ¡Busca perrito, busca!

Sólo cuando mi mente, por puro azar, reflejó un rayo de sol hacia algún punto perdido en medio de mi inconsciente, iluminándolo con la intensidad suficiente como para hacerlo arder (podéis llamarlo insolación, si así lo deseáis), comprendí que era por mí por quien doblaban las campanas.

Y fue entonces cuando de entre las dunas surgió la Muerte, caminando con parsimonia en mi dirección mientras hacía sonar unas campanillas, arrancándolas el tañido a muerto que me persiguiera durante días. En cuanto llegó a mi altura me indicó que subiese a su chepa y así hice, en silencio y sin protestar pese a que su guadaña se me clavaba en el esternón (uno de los pequeños inconvenientes que tiene viajar a lomos de la Parca).

Por fortuna no se enteró de que garabateaba todo esto en su capa y lograba desprender a jirones lo que acabas de leer.   
                              
Créeme, si estás leyendo esto… es que estás bien jodido.