HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

miércoles, 16 de noviembre de 2011

CUESTIÓN DE INERCIA

            Salí de casa con lo primero que pillé y no me di cuenta de lo arrugada que estaba mi camiseta. Sólo al observarme en el espejo del ascensor me arrepentí de no haber dedicado dos minutos a arreglarme un poco. Claro que, dadas las circunstancias, preocuparme por un detalle de esa índole era absurdo. Por lo que, nada más cruzar el portal y encontrarme en la calle, me deshice de la camiseta y la tiré al suelo. Ahora, el machete que llevaba a la espalda, medio oculto en el pantalón, estaba a la vista de cualquiera.

            Caminé hacia mi coche, aparcado a pocos metros de allí, y agarré el machete con la mano derecha antes de llegar hasta él y apoyarme en el capó. Lo que venía a continuación era lo más difícil de todo. Aunque sabía perfectamente dónde estaba, palpé mi pecho mientras me preguntaba por dónde empezar a cortar. Llegar hasta el corazón sin dañar ningún órgano vital es harto complicado si no eres cirujano o, al menos, veterinario experimentado. Al final opté por realizar una incisión a la altura del esternón y rajar delicadamente hacia la izquierda, siguiendo la línea que marcaba la última costilla. Comencé a sangrar vistosamente y me manché los pantalones; todo un estropicio, tendría que tirarlos a la basura.

            Dejé el machete a mi lado, en el capó, e introduje la mano. Para mi decepción, apenas lograba rozar el corazón con la punta de los dedos. Así que me arranqué dos costillas de cuajo. «Ahora sí», susurré en cuanto pude asir mi corazón con fuerza. Tiré y al momento tuve frente a mí a ese pequeño cabrón, aún palpitante y que recordaba a un pez que, fuera del agua, boquea y se retuerce en vano. Tras contemplarlo, curioso, durante unos segundos, lo tiré al suelo. El proceso llevaría su tiempo, así que me encendí un cigarro para sobrellevar mejor la espera.

            Los primeros en llegar fueron dos gatos callejeros que solían rondar un parque cercano; una anciana siempre les llevaba algo de comida y agua todas las tardes, cuando creía que nadie la veía.

            Empezaron a lamer el charquito de sangre que rodeaba mi corazón, mirándome con timidez, como si me estuvieran pidiendo permiso. Les sonreí y siguieron a lo suyo. Sólo pararon cuando un barrendero se acercó a gritos y me increpó diciendo que él no pensaba limpiar esa porquería, que no le pagaban lo suficiente. Le contesté que no se preocupase y se fue por dónde había venido. También los gatos se largaron. Saciados, supongo.

            Al rato una pareja de ancianos se paró y ella me pidió permiso para llevarse un trozo. «Claro, coja lo que necesite», dije. La entregué mi machete y partió mi corazón en dos con una soltura magistral.

            «Trabajó toda su vida en una casquería», se disculpó el señor.

            «Sí, ya veo, no hace falta que lo jure».

            Y se marcharon dándome las gracias. ¡Qué salaos!

            Los cuervos no tardaron en aparecer y en cinco minutos no habían dejado más que un trocito del tamaño de un garbanzo que ninguno quiso. ¡Ahí estaba, eso era! Lo recogí del suelo y me lo guardé en el bolsillo del pantalón antes de volver a ponerme la camiseta y caminar hacia una tienda de chinos cercana.

            «¿Tienen cajitas pequeñas, tamaño garbanzo?».

            «Segundo pasillo a la izquierda».

            Elegí una caja redonda, de color frambuesa, y volví al mostrador.

            «Me llevo ésta».

            «Un euro, ¿algo más?».

            «Bueno, ya que estamos, ¿no tendrá por ahí bolsitas de sangre del grupo B negativo?».

            «No, se nos han agotado, las traeremos mañana».

            «Bien, pues ya volveré si eso».

            Pagué sin estar muy convencido de si regresaría al día siguiente, ya que, como todo el mundo sabe, un hombre sin corazón sólo sigue vivo por inercia y es imposible predecir cuánto tiempo aguantará.

            Metí en la caja aquel trozo con forma de garbanzo y caminé hacia su portal. Una vez llegué, deposité la caja en el suelo y llamé a su telefonillo. Para cuando contestó yo ya me había girado y regresaba a mi casa. No quería saber qué haría con ello y estaba tranquilo, confiado, pues a nadie más se le ocurriría cogerlo. Ella era la única que alguna vez se fijara en ese pedacito de corazón.

Y siempre había sido suyo.