HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

lunes, 18 de julio de 2011

30 GRAMOS

En 1961, Piero Manzoni, artista conceptual italiano, llenó noventa latas con sus heces. Posteriormente las etiquetó, las enumeró, las firmó y las vendió a precio de oro. Como suena: cada lata de 30 gramos de “Mierda de Artista” salió al precio de 30 gramos de oro.

            Hoy se pueden ver algunas de estas latas en el MOMA de Nueva York o el Centro Pompidou de París. Es más, no hace falta ni salir de España; en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona tienen otra.

Estas son las cosas que aprende uno en el instituto: Mierda envasada en serie limitada.

            Con dos cojones.

            Pese a todo, tras la burla velada al mercado del arte y lo escatológico del asunto, supongo que ni siquiera al propio Manzoni se le llegó a pasar por la cabeza que un día, más de treinta años después de aquello, la sola mención de esas latas tendría el efecto de un mazazo directo en la nuca de un estudiante de instituto como yo.

            Y es que esta mañana me he quedado clavado en mi pupitre. Mientras el profesor de historia del arte trataba de contener las sonrisas de mis compañeros huyendo hacia delante; hilando sin demora ni sutileza a Manzoni y sus excrementos con el examen que nos tiene preparado para pasado mañana. Es el mejor remedio, supongo, si se pretende acabar con cualquier conato de hilaridad en un aula: sacar a relucir un examen. Y yo ahí en medio, parado, como en un aparte. Observando toda la escena desde fuera, a través de una mirilla. Porque me importa un carajo cualquier control que me quieran poner delante de la cara los profesores (con mejor o peor nota, lo aprobaré). Además, muy mal se me tendría que dar para echar a perder la media de COU a estas alturas; pero esas latas…

            Esas latas me han hecho ver en un instante, con toda claridad, algo que hasta entonces apenas intuía. Y es que, a grandes rasgos, existen dos clases de personas:

            Los tipos como Manzoni y los tipos como yo. La gente que se arriesga, que confía en sí misma y la gente que se queda al fondo, mirando cómo los demás hacen lo que consideran que han de hacer (siendo el envasado y posterior venta al peso de su mierda algo opcional). Habría, supongo, una tercera clase de personas: los que ejercen de comparsa de los Manzonis de este mundo, aunque quizás sólo sean una variante de ellos (al fin y al cabo los halagos tampoco son gratuitos, ¿no es así?).

            En cuanto hemos salido de clase se me ha acercado Álex; con su mochila hecha jirones, sus vaqueros raídos, su camisa a cuadros y su descuidada media melena. Es un buen chico, pero también parece ser de los pocos que aún no se han enterado de que Kurt Cobain ya murió.

No disimulaba su buen humor mientras me daba una palmada en el hombro a modo de saludo.

            —¿Vendrás?

            Álex no es de muchas palabras. Cualquier conversación con él suele requerir ciertas dosis de intuición (y no menos de paciencia), ya que normalmente es complicado seguirle el hilo. Pero, por alguna razón, es la persona con la que más a gusto me siento hablando. Supongo que porque nunca te aburre con palabrería gratuita ni divagaciones que no vienen a cuento.

            —¿A tu fiesta? —he preguntado sin pararme—. No, no creo.

            —Vamos, tío. Ven por una vez. Estará todo el mundo, hasta Klaus dice que “ja”, que irá.

            Klaus no se llama Klaus, pero todo el mundo lo llama así desde que llegó de intercambio meses atrás. Incluso los profesores, al pasar lista, dicen Klaus. Nadie sabe quién fue el primero llamarlo así y tampoco nadie en el instituto sabe cuál es su verdadero nombre. El pobre alemán se aburrió de corregirnos al segundo día. Y ahora decía que “ja” a la fiesta de Álex. La ecuación mental del teutón tras la invitación habrá sido, más o menos, la que sigue: Cerveza más chicas españolas igual a Klaus feliz. Ja!

            Pero yo he dicho nein.

            —No, Álex, gracias. Pero no iré.

            —¿Y qué harás? ¿Quedarte recogiendo el gimnasio? —me ha preguntado golpeándome suavemente en el pecho con su mano.

            Llegado ese punto me he parado. No quería decirle que tampoco pensaba asistir a la fiesta “oficial” de graduación; la que el instituto organizará en el gimnasio dentro de un par de semanas y a la que la gente irá más para tener un lugar en el que quedar, antes de ir al chalet de Álex, que porque piensen quedarse mucho tiempo en ella.

 —Está bien. Me lo pensaré —he respondido para evadir el lance.

            —Nada de pensar. Ven y punto, ¿ok?

            Y se ha dado media vuelta, dejándome con la palabra en la boca.

            Sí, es un buen tipo, Álex. Lo conozco desde primero de BUP y es lo más parecido a un amigo que tengo aquí, en el instituto. Tampoco es que nunca haya llegado a intimar mucho con él pero, de algún modo, ambos nos profesamos una cierta simpatía. Por otro lado, Álex está hecho de la madera de los Manzonis, sin duda, aunque no creo que jamás venda mierda.

Y Klaus…, bueno, tampoco lo conozco lo suficiente como para juzgarle. Lo único que sé de él, y porque me lo han dicho, es que bebe cerveza como un animal.

            Ja! Klaus irá a la fiesta. Y Ángel. Y Carlos. Y Antonio… Juan, Vicente, Iván, Luís…, todos irán. Como tampoco faltarán Ana, ni Nadia, ni Marta, ni Noemí…, ni Julia.

            Julia.

            Es lo único que voy a echar de menos de estos años: el tiempo pasado junto a Julia. O quizás sería más exacto decir cerca de. Nunca hemos charlado más de dos minutos seguidos ni quedado siquiera para tomar un mísero café. He permanecido al margen, en los límites de su círculo de amistades, observando impertérrito cómo salía con Ángel por unos meses para luego dejarlo por un tiparraco de su barrio que venía a buscarla a la salida del instituto y nos miraba a todos (incluso a mí) como a rivales. Casi se podía leer en su mirada: «Ni os acerquéis a ella. La tenéis durante las horas de clase, pero en cuanto cruza esa puerta es mía». Desde que dejó a ese payaso no ha vuelto a salir con nadie.

            Y yo, por supuesto, tampoco me he animado a invitarla a un café.

            Julia, con su pelo moreno y rizado, sus hoyuelos en las mejillas al sonreír y su malsana costumbre de morderse las uñas antes de un examen…

            Sin duda, el mejor recuerdo de estos años: Julia.

***

            A veces me pregunto qué otros momentos y qué personas irán sustituyendo a la gente del instituto; cómo el collage creado en torno a mí, a base de retazos de la vida de aquellos con los que me voy cruzando, se irá transformando (enriqueciendo, supongo) con nuevas caras y sensaciones. Más aún cuando en pocos meses entraré en la Universidad… Mentiría si dijese que me pierdo más en divagaciones sobre la posible dificultad que entrañará para mí, como estudiante, tal salto académico, que en tribulaciones acerca de la gente con la que me encontraré.

            Algo parecido me sucedió cuatro años atrás, el verano antes de entrar al instituto. Y ahora sonrío al recordar el primer día de clase, cuando entré y me vi rodeado de gente que ya conocía. De la academia de inglés, del barrio, del colegio… ¡Dios! ¡Algunos incluso habían hecho la primera comunión conmigo! Ni qué decir tiene que a estos últimos no los había vuelto a ver desde entonces, pero ahí estaban ahora, saludándome y regocijándose de que coincidiéramos en la misma clase. En fin, nunca he sido de los más populares (tampoco lo he intentado, si es que ser popular sea algo que se pueda “intentar”; alguien, no recuerdo quién, ya dijo una vez que la popularidad es un accidente), pero aquel día casi hasta me sentí así.

            Accidentalmente bien acogido, podríamos decir.  

¡Dios! Parece que fue ayer.

Y es que a veces me da la impresión de que el tiempo pasa demasiado deprisa. Años, meses, días, horas…, todo fluye como en un sueño: Ahora estoy aquí y al momento siguiente en otra parte, sin saber cómo he llegado ni preguntármelo siquiera. Creo que es por ello que no viene mal tener un faro, el que quieras, el primero que pilles, lo único importante es que lo reconozcas al instante y con echar un simple vistazo a tu alrededor. Y más que las clases, los profesores o cualquier otro compañero de instituto, ese faro (mi faro) ha sido Julia. Siempre desde la distancia y de un modo platónico.

Si veo a Julia sé dónde estoy. En caso contrario debo estar en casa.

            Llevo sin verla desde hace un rato y me sorprendo a mí mismo en mi cuarto, frente al libro de inglés. Inclinado en mi escritorio, con una mano en la frente y la otra sosteniendo un bolígrafo con el que doy golpecitos en un cuaderno.

            Si no me conociese dejaría de lado el símil del sueño y pasaría a valorar la posibilidad de sufrir algún síndrome de falta de atención. Aunque quizás en mi caso sería más correcto hablar de síndrome de falta de interés. Si bien, tampoco creo que ese sea mi problema. Yo, simplemente, dejo las cosas pasar, no me lanzo, no tengo empuje…, me falta punch, como me han venido diciendo (sobre todo) los profesores de Educación Física desde primero de BUP. Y es que, mientras otros se mataban en todas las pruebas, compitiendo como si cada test de Cooper fuera el último de sus vidas, yo me limitaba a correr lo justo para superar, en un centenar de metros, la marca que me aseguraba el aprobado.

            Pero mis tribulaciones se ven interrumpidas por el sonido del teléfono que llega desde el salón como el aviso de un cambio de tercio. De modo que me centro nuevamente en el libro que tengo delante, dando por sentado que ya contestará mi madre. Y así es.

            El teléfono calla y no tardo en oír pasos aproximándose a mi cuarto; en seguida la veo asomar por la puerta. Nunca lograré saber cómo consigue abrirla sin hacer el más mínimo ruido.

            —Te llaman —dice.

            —Ahora no, mamá. Pregunta qué quieren y di que luego llamo —respondo volviendo a clavar la mirada del libro. Supongo que se trata de Álex; el único que me llama con cierta frecuencia.

            Mi madre abandona la habitación con el mismo sigilo con el que entró y la oigo alejarse. Es tontería tratar de estudiar, al menos hasta que vuelva con el mensaje, así que vuelco todo mi peso en el respaldo de la silla y busco algo de comodidad mientras espero.

            Le lleva menos de un minuto volver a entrar con el recado.

            —Era una tal Julia..., del instituto. Dice que la llames cuando puedas —suelta tras una fina sonrisa cómplice, como quien cree haber dado con algún pequeño secreto—. He apuntado su número. Toma.

            Recojo el papel y lo miro un instante; para cuando me giro mi madre ya ha desaparecido y la puerta está cerrada de nuevo. Me pregunto entonces qué querrá Julia y cómo habrá conseguido mi teléfono. Lo segundo, ni qué decir tiene, me preocupa menos, pese a ser la primera cuestión que resuelvo atribuyendo a Álex la filtración.

            Miro y remiro el papel hasta memorizar el número. Nunca he pedido el teléfono a ninguna chica… no habría sabido qué hacer con él. Pero ahora tengo el número de Julia y su invitación para que la llame. No me queda otra que despegar mi culo del escritorio y preguntarla qué quiere. Claro que no puedo comenzar así la conversación, con un qué te pasa. Habrá que adoptar un tono más casual.

            «Hola», diré.

            «Hola», responderá.

            Y la pelota estará en mi tejado nuevamente…

           

            ¡Joder! ¿Y luego qué? Debería haber contestado yo; todo habría sido más fácil. Lo mejor es que, antes de llamarla, vuelva a plantearme qué puede querer…

            Bien, no ha faltado al instituto, de modo que no creo que sea por nada de deberes ni lecciones atrasadas…, además, llegado el caso lo normal sería que llamase a Raquel, que para algo es su amiga del alma. Y tampoco me inclino por pensar que se haya tomado la molestia de conseguir mi número sólo para preguntarme si creo que el profesor de historia iba de farol con lo del examen. Dicho sea de paso: no creo que se tratara de ningún farol.

            En fin, es absurdo darle más vueltas.

            «Hola», diré. Y a partir de ahí que sea lo que tenga que ser.

            Salgo de mi cuarto y atravieso el pasillo que da al salón. No veo a mi madre por ningún lado, por lo que, al menos, podré hablar tranquilo.

            Descuelgo, me siento en el sofá y marco.

            Apenas dos tonos más tarde responde una voz de mujer, pero nunca he oído la voz de Julia al teléfono y no quiero meter la pata.

            —Hola, ¿Julia? —pregunto.

            —Sí.

            Me repito mentalmente aquello del tono casual y decido abordar la cuestión tangencialmente y como quien no quiere la cosa.

            —Hola, mira, me has llamado hace un rato… —es lo mejor que se me ocurre decir.

            —Sí. Hola. Era por la fiesta de Álex. ¿Vas a ir?

            Al escuchar esa pregunta cruzan por mi mente, en su segundo, mil ideas; desde que Álex (tras la breve conversación que mantuvimos esta mañana), la haya convencido para empujarme a ir, hasta la más remota de que Julia quiera que vaya con ella. En medio de ambas otras opciones más realistas como que, dado que soy de los pocos que ya han cumplido los dieciocho, me encargue de comprar el alcohol.

            —No estoy seguro —respondo—. ¿Por?

            Entonces, al otro lado de la línea, se produce un silencio apenas interrumpido por un hilillo de respiración.

            —Por ir juntos —contesta Julia tras unos instantes.

            Y la pelota, justo tal y como yo me temía, ha terminado en mi tejado. Que Julia me invite a ir con ella es, sin duda, todo un regalo. El problema es… ¿dónde está mi punch?

¿Y dónde mis cojones?

            Ahora soy yo quien fuerza, involuntariamente, el silencio, y me pregunto si ella será capaz de escuchar mi respiración.

            —¿Te apetece que lo hablemos tomando un café? —dice rescatándome del lance y metiéndome de lleno en otro.

            —¿Ahora?

            —Sí, ahora. Bueno, en quince o veinte minutos… cosa así. En la cafetería Estoril, ¿sabes dónde queda?

            —Sí, está cerca de mi casa. Me pilla de camino al instituto —digo sin estar seguro de a santo de qué he añadido la última frase.

            —Allí nos vemos, entones. Chao.

            Y cuelga, sin más. Así de sencillo, aunque no recuerdo haber dicho en ningún momento sí a su invitación, parece ser que tengo una cita con ella para dentro de un cuarto de hora.

            Julia, con su pelo moreno y rizado, sus hoyuelos en las mejillas al sonreír, su malsana costumbre de morderse las uñas antes de un examen… y ahora su punch. Sin duda, el mejor recuerdo de estos años.

            Me levanto y corro al servicio para asearme, que no es cuestión de ir de cualquier manera. Y mientras lucho contra el incorregible remolino que se empeña en decorar mi coronilla elijo mentalmente qué ropa ponerme… Vaqueros y camiseta…, sí, bien… ¿Qué vaqueros y qué camiseta? Todos mis vaqueros son prácticamente idénticos, por lo que casi da igual por cuál me decida. Respecto a la camiseta…, alguna negra.

            Así hago nada más entrar en mi habitación y abrir el armario.

            Estoy listo y me quedan diez minutos, de sobra para llegar al Estoril. ¿Y ahora qué? Ahora no estaría de más asegurarme de llevarlo todo… dinero, llaves…, ya está, tampoco ha sido tan complicado. Sonrío y salgo de mi cuarto. Me despido de mi madre justo antes de cerrar la puerta de casa. «Vuelvo en un rato», digo. Ella responde algo que no llego a entender; me llega acolchado tras el ruido del portazo que, involuntariamente, doy al salir.

            ¿Y ahora qué? Sigo preguntándome mientras cruzo el paso de peatones que separa mi calle de la avenida a cuyo final se encuentra el Estoril. Tomar un café con Julia estará bien, sí, de acuerdo, rezo por que sea ella quien lleve las riendas de la conversación pero ok, bien, de acuerdo. ¿Y? Llegado el momento habrá que afrontar el tema de la fiesta, de ir con ella a la fiesta… para bien o para mal es la razón de que nos veamos en cinco minutos… y no sé qué la responderé.

            Siendo sincero conmigo mismo he de reconocer que no me hace ninguna gracia ir. O, tal vez, sería más correcto decir que un cuarto de hora atrás no me hacía ninguna gracia. Las cosas pueden cambiar mucho en un breve lapso de tiempo. Eso he aprendido hoy. Eso y que los tipos como Manzoni no se harían…, no se hacen, las pajas mentales que me hago yo. Ni siquiera esperan a que la chica los llame. Llaman ellos, los Manzonis…, o acaso los que tienen los huevos en su sitio (quizás sea lo único necesario y ahí resida la esencia de todo lo demás).

            Sigo caminando y ya alcanzo a ver el Estoril. Es uno de esos locales que llevan abiertos de toda la vida y suelen servir de referencia para indicar el modo de ir a cualquier otro lugar. Coge el Estoril para arriba y tuerce…, gira a la izquierda nada más veas el Estoril…, si llegas a la altura del Estoril es que te has pasado… Son frases que todos los del barrio hemos dicho o escuchado alguna vez. Aún así, pese a la popularidad y solera del Estoril, no es de los sitios más frecuentados. Y quizás (¿quién sabe?) sea esa la razón de que Julia lo haya elegido esta tarde, ya que, otra cosa no, pero hablar tranquilamente es algo que allí podremos hacer.

            Aminoro el paso según me acerco y me paro frente a la puerta.

¿Y ahora qué?

            Ahora lo mejor que puedo hacer es entrar, echar un vistazo y, si no veo a Julia por ningún lado, pedir algo y sentarme a esperar simulando un desenfado y un temple que no tengo.   

            «Hola», diré al verla.

            «Hola», responderá.

            Y a partir de ahí vete tú a saber…

            Entro y miro a izquierda y derecha; parece que ella aún no ha llegado, así que camino hacia la barra para verme sorprendido por una voz que me reclama desde el fondo. Es Julia. Me hace señas con una mano tras una mesa de madera; junto a ella, de pie, hay una camarera alta y rubia que, supongo, debe haberme impedido verla hace un instante.

            —Hola —digo en cuanto llego a la mesa.

            —Hola —responde mientras se incorpora para darme dos besos que, con la ayudada del perfume que emana de su cuello, endulzan su saludo más de lo que hubiera esperado jamás.

            —¿Qué van a tomar? —pregunta la camarera en cuanto nos separamos y antes incluso de que yo llegue a tomar asiento.

            —Un café con leche —contesta Julia al instante—. ¿Y tú?

            —Sí, otro.

            La camarera toma nota entonces en una pequeña libreta y repite el pedido (tampoco era tan complicado, pero de todo hay en este mundo) antes de desaparecer y dejarnos a solas.

            ¿Y ahora qué?

            —¿Te ha sorprendido mi llamada? —arranca a preguntar ella antes de que el silencio se haga incómodo.

            —Sí, bueno…, no sabía que tuvieras mi número…

            —Se lo pedí a Álex. Supuse que él lo tendría.

            —Lo imaginé.

            Y veo que sonríe, que no logra ocultar un cierto nerviosismo pero, aún así, parece sentirse a gusto y disfrutar de la situación.

            —Pensarás que es un poco estúpido andar con llamadas viéndonos todos los días en el instituto.

            —No, ¿por qué? —respondo; la verdad es que ni me lo había planteado, aunque esto último me lo guardo para mí y dejo que siga hablando ella.

            —El caso es que no estaba segura de querer ir a la fiesta de Álex —continúa en seguida—. Incluso me daba pereza ir a la que quieren dar en el gimnasio, pero hoy se me ha acercado Álex…, otra vez, y… bueno, le he pedido tu número.

            —Caso resuelto entonces —digo haciendo gala de mi nula capacidad para hilar una gracia en medio de una conversación.

            Aún así ella sonríe, nuevamente, y parece estar a punto de querer añadir algo, pero la camarera vuelve a hacer acto de presencia e interrumpe nuestra charla. Trae los cafés, que sirve como si la estorbasen en la bandeja, damos las gracias y desaparece sin decir nada. Mi mente divaga entonces acerca del secreto que se oculta tras la escasa clientela del Estoril: si la camarera (al menos) estuviese buena, se le perdonaría la falta de simpatía.

Pero no pierdo más tiempo en observaciones baladíes y al instante centro mi atención en Julia, que juega con la bolsita de azúcar antes de rasgarla y volcar sólo la mitad de su contenido en el café. Por alguna razón, que no sabría explicar, ese gesto se me antoja simpático y me sorprendo a mí mismo esbozando una sonrisa que disimulo en  cuanto ella alza la cabeza.

Me mira a los ojos.

—¿Y bien?

—¿Y bien…, qué? —respondo ingenuamente.

—¿Vendrás?


El esbozo de sonrisa desaparece al momento y me pregunto si ella será capaz de leer tras mis pupilas, porque lo único que cruza mi mente en ese instante es la inseguridad…, la duda.

Apenas un…

¿Y ahora… qué?

                               


No hay comentarios:

Publicar un comentario