HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

jueves, 21 de julio de 2011

17 PISOS

            Cuando agarras la toalla para secarte las manos reparas en que aún quedan rastros de sangre entre tus uñas. Los puños de la camisa han permanecido, milagrosamente, impolutos. Pero ahora están empapados y consideras que es absurdo remangarse a estas alturas. Abres de nuevo el grifo del agua caliente y frotas con furia mientras maldices a Ángel y le culpas de lo ocurrido. ¿Por qué tuvo que amenazarte? ¿Cómo se le llegó siquiera a pasar por la cabeza?

—Necesitas una copa, tío —dices a tu propio reflejo en el espejo tratando de reconocerte tras el tipo sudoroso, despeinado y de pupilas vidriosas que ves—. Te invito.

Guiñas un ojo antes de bajar la mirada hacia el lavabo y comprobar que, por fin, tus uñas están limpias de sangre. Cierras el grifo y secas lentamente tus manos con la toalla antes de pasarte ésta por la frente para borrar el sudor que la perlaba. Crees, ingenuamente, que de este modo podrás recuperar algo de compostura.

Vuelves a mirarte en el espejo y el hombre del reflejo sigues sin ser tú; cubres tus ojos con la mano izquierda y ahogas un grito, un «joder» lleno de rabia e ira.

—¡Vamos a por esa copa! —añades mientras lanzas la toalla contra la pared del baño—.

Ángel siempre se jactó de ser un gran bebedor de whiskey y alardeaba de que en su mueble bar nunca faltaban menos de veinte variedades de ésta bebida. Whiskey escocés, irlandés, bourbon (por supuesto), nacional para las visitas no muy deseables, añejo de doce años…, recuerdas que incluso te habló de uno japonés que le sorprendió gratamente pero nunca te dio a probar y decides que ese será el que cates esta noche.

Al encender la luz de la cocina te sorprendes de que Ángel haya sido capaz de lograr tal desorden en menos de 48 horas. Es imposible que Ana dejase una sola cosa fuera de su sitio antes de irse y ahora la encimera está enterrada bajo un sinfín de vasos, platos y bandejas. «¿Cómo puede alguien llegar ensuciar tanto en tan poco tiempo?», piensas antes de imaginar la reacción que podrá tener ella cuando se entere de lo ocurrido. Ana siempre fue muy guapa, una de esas mujeres ante las cuales uno es incapaz de dominarse al cien por cien. Era difícil evitar la tentación de girarse para verla aunque sólo fuese por unos segundos más y casi imposible no perderse en sus ojos verdes o su coqueta forma de sonreír. Siempre pensaste que si la tentación tuviese un nombre, éste sería el suyo. Pero Ángel y Ana siempre se quisieron; nunca les faltó la pasión ni habían cedido jamás a la rutina o el tedio que pueden infligir más de diez años de matrimonio. Y es por ello que ahora ella viene a tu mente luciendo una mueca de horror, de desesperación, y mostrando unos ojos tristes y sin brillo, como perdidos en la NADA. Ahora, si El grito de Munch tuviese un nombre, éste sería Ana. Porque sabes que, en cuanto sepa que él ha muerto, ella se apagará con la rapidez y los vanos estertores de una vela barrida por un soplo.

Abres el armario que hay encima del grifo de la cocina y coges el primer vaso que se te pone a mano. Cierras de un portazo y en dos pasos te encuentras frente a la nevera. Tres cubitos de hielo. Nunca más. Hay quien dice que ya el tercero ahoga el sabor de un buen whiskey. ¡Que digan lo que quieran!

Tres cubitos que metes en el vaso (clinc, clinc, clinc) consciente de que volverás a por más, que la noche va a ser muy larga. Y un whiskey no será suficiente para digerirlo todo.

Apagas de un manotazo la luz de la cocina y caminas casi a tientas hasta el salón. El tintineo de los cubitos hace más ruido que tus pies al andar por la moqueta y, por primera vez, te asaltan las dudas sobre cómo vas a limpiarlo todo. No puedes dejar el cadáver ahí tirado, como a quien se le caen unas migas de pan al suelo y dice: «Ya pasaré el aspirador». No es una cuestión de decoro y huelga decir que tampoco un mero asunto de higiene, sino lo menos que puedes hacer por Ana. La policía no es el mayor de tus problemas ahora mismo. Nunca lo ha sido. 

Ahora sólo una lámpara ilumina la estancia, la otra se la has roto en la cabeza y puedes ver los pedazos desperdigados alrededor de su cuerpo, entre un charco de sangre salpicado aquí y allá de vidrios. Los restos del botellín de cerveza con el que comenzaste a atizarle.

Llegas al mueble bar mientras recapacitas acerca de en qué punto exacto tu reacción mudó de ataque a ensañamiento: Cuando agarraste la lámpara ya estaba muerto, estás seguro de ello; siendo sincero contigo mismo has de aceptar que el gesto de estamparla contra su cara estaba de más. Pero con el botellín (ya roto tras varios golpes certeros y contundentes), del cual en tu mano no quedaba más que el cuello desgajado y afilado, jugaste un buen rato clavándoselo por todo el pecho, como temiendo que sus pulmones volviesen a insuflarle vida.

Encuentras el whiskey. El muy cabrón lo tenía bien oculto, al fondo del todo, escoltado por diversas variedades nacionales. Observas que la botella está por la mitad y se te antoja medio llena. Eres generoso con el chorro que dejas caer en el vaso, pero, antes de llevártelo a la boca te giras y enciendes un cigarro. Nunca empiezas una copa sin haber dado, al menos, dos caladas. También hay quien dice que el tabaco eclipsa el sabor de un buen whiskey. ¡Que digan lo que quieran!

            Finalmente das una, dos, tres caladas lentas y profundas y notas cómo el humo inunda tus pulmones con la calma y contundencia de la pleamar. También dicen que fumar mata, pero tienes problemas más graves, siempre los has tenido.

            Y sonríes al pensar en ello. Sonríes con la amargura de quien se sabe perdedor antes de comenzar una partida, con el poso de tristeza del ludópata que es incapaz de imaginar su vida de otro modo. Tabaco, juego, alcohol, trabajo, mujer, porno, hijos, psicoterapia, cocaína, putas, somníferos, fútbol o el jodido e indigesto programa matinal sobre salud. El caso es vivir enganchado a algo. Todo el mundo vive enganchado a algo. La mitad de todas esas cosas pueden llegar a matarte, la otra mitad de ellas te entierran en vida. El primer paso para lograr la sonrisa que ahora decora tu rostro es ser consciente de que tienes un problema.

            «Hola, me llamo V…  soy traficante y acabo de matar a mi mejor amigo».

            «Hola V…, bienvenido. Cuéntanos tu historia».

            El primer sorbo recorre tu garganta y das unos pasos hacia el cadáver de Ángel. Sabías que era cuestión de tiempo que, dado tu trabajo, tuvieses que enfrentarte a una situación en la que matar se presentara como la única opción posible. Pero nunca imaginaste que Ángel llegase a representar el papel de víctima en la escena.

            Te agachas y examinas su cara; lo que queda de ella. Le falta un ojo y la cuenca, vacía y ensangrentada, se te antoja el cráter dormido de un volcán tras una erupción salvaje e incontrolable.

            «¡Menuda forma de poner fin a quince años de amistad!», piensas.

            Una repentina corriente de aire te recuerda que la terraza quedó abierta. Hace buena noche, despejada y fresca. Y sales al exterior para seguir con tu whiskey y tu cigarro.

            Diecisiete pisos. Hay una gran caída desde allí, de esas que dan tiempo para que uno recapacite y se arrepienta de haber saltado antes de estamparse contra el suelo. ¿Harías bien si saltases? No tienes mujer, ni hijos, tus familiares más cercanos murieron tiempo atrás, los lejanos no quieren saber nada de ti y acabas de asesinar a tu único amigo. ¿Qué o quién te mantendrá en pie de ahora en adelante? Ángel te ayudó cuando tu vida se tambaleó, tiempo atrás, en esa época gris en que jugabas con las drogas y la noche y las chicas fáciles de cien euros la hora que nunca querían besos en la boca. Pero nunca fuiste de los que dramatizan. El suicidio no es una opción. No para ti.

            Una última calada al cigarro y un largo trago te sacan de tus tribulaciones y te giras para dar la espalda a la noche. Desde dónde estás tienes una vista privilegiada del salón; la penumbra lo hace mucho más cálido. Ana tenía una debilidad especial por los tonos claros y decoró los dos pisos del ático dúplex a base de diferentes variedades de blanco que a ti nunca te fue posible diferenciar: sofás «sepia», cortinas «marfil» y paredes «color hueso». Le costará horrores limpiar la sangre de la moqueta «blanco perla». Porque lo has pensado mejor y decides que no serás tú quien limpie el estropicio. Sí, ok, es lo menos que podrías hacer por Ana. Pero ese estúpido gesto de cortesía no cambiaría el hecho de que hayas matado a su marido (lo llegue a saber ella o no). Tiras la colilla hacia atrás, al vacío. Diecisiete pisos. Y oyes una tos débil y apagada.

            «¿Pero qué… coño?».

            Ves, al fondo del salón, en lo alto de la escalera que da al segundo piso, unos pies descalzos, diminutos, y piensas que no puede ser, que Alicia tenía que estar en casa de sus abuelos. Das unos pasos y abandonas el frescor de la terraza. Ahora puedes verla bien y ella te mira con unos ojos somnolientos pero curiosos.

            —Hola.

            Su voz parece un poco tomada, como si tuviese que atravesar una barrera de flemas e imaginas qué ha podido pasar para que ella se haya quedado en casa el fin de semana.

            —Hola —respondes.

            Te preguntas desde cuándo estará ahí la niña, qué habrá visto, oído…

            —Te conozco, eres el amigo de papá.

            Afirmas lentamente con la cabeza y das un rápido barrido al salón con la vista. Desde donde está Alicia es imposible que alcance a ver el cadáver de su padre, pero si la diese por bajar apenas cuatro o cinco escalones la situación se volvería incontrolable. Tendrías que tomar una decisión rápida y drástica. Sus chillidos, su llanto desgarrado, despejarían de flemas su garganta como quien descorre las cortinas y se la oiría en medio Madrid. Sólo habría una forma de callarla y no quieres ni pensar en ella. ¿Cómo matar a una niña de seis años?

            Dejas el whiskey en el suelo, sin apartar la mirada de Alicia y caminas hacia las escaleras; te percatas de que ella abre dubitativamente la boca. Pero sólo se decide a hablar cuando llegas a su lado.

            —Estoy malita —dice —. Y tengo sed.

            —Bueno, eso se arregla fácilmente. ¿Tienes algún vaso en tu habitación?

            —Sí.

            —Bien, vamos a por él y te daré un poco de agua.

            Sigues sus pasos pero se detiene en seguida y se gira para hablarte nuevamente.

            —¿Y papá? ¿He oído mucho ruido? ¿Estáis jugando?

            Suspiras de alivio al oírla preguntar de un modo tan ingenuo por lo ocurrido y pasas una mano por su cabecita antes de responder que sí, que habéis estado jugando, pero que ahora su papá está descansando un ratito y que intentaréis no hacer tanto ruido si volvéis a jugar.

            —¿A qué jugabais? ¿Juegos de mayores?

            —Sí, juegos de mayores.

            —Yo quiero ser mayor pronto. Ya tengo seis años, no me queda tanto.

            «Juventud, divino tesoro», piensas.

            —¿Es esta tu habitación? —preguntas señalando una puerta tras la cual sabes que no hay más que un cuarto de baño, si bien tampoco estás seguro de cuál es el dormitorio de la niña y no deseas prolongar mucho la charla —.

            —No, es la de al lado.

            Entráis y no te es difícil convencerla para que se meta en la cama, parece tener un poco de fiebre. La arropas bien, agarras el vaso y vas hacia el aseo. La suerte parece estar de tu lado, porque sobre el lavabo ves una caja de aspirinas infantiles.

            Vuelves a la habitación y la observas de pie mientras se toma la aspirina y bebe un poco de agua. Es una niña muy guapa, tiene los ojos y el pelo de su madre, no hay duda. Al fin termina y deja el vaso en la mesilla de noche; tú das las buenas noches y caminas hacia el pasillo. 

            —Gracias —dice justo cuando apagas la luz —.

Cierras lentamente la puerta, ¿acaso temes despertar a los muertos? Acabas de matar a su padre y la niña… te da las gracias. Hace no más de cinco minutos se te estaba pasando por la cabeza asesinarla y la niña… te da las gracias. ¿En qué te has convertido? Tu negocio no es matar, tu negocio es traficar. Y eres bueno en tu trabajo. Pero esta noche has cruzado una frontera tras la cual, posiblemente, no haya vuelta atrás.

            Estúpido Ángel, ¿por qué tuvo que amenazarte con irse de la lengua?

            Bajas las escaleras casi de puntillas y cruzas el salón con la cabeza gacha evitando mirar hacia donde está el cadáver. Metes las manos en los bolsillos. ¿En qué te has convertido?

            La noche se te antoja algo más fresca en cuanto pones un pie en la terraza; han de ser las dos o las tres de la mañana, pero no miras el reloj. Consideras que este momento se merece un cigarro.

Diecisiete pisos.

Un salto de diecisiete pisos no daría más que para tres o cuatro caladas antes de estamparse contra la calle, lo mejor es fumárselo apoyado en la barandilla y así haces. Lenta, gradualmente, la ceniza va ganando terreno al cigarro, a lo que va quedando de él, y pareces ir serenándote; tu respiración se ralentiza y tus músculos se relajan.

Diecisiete pisos.

Nunca fuiste de los que dramatizan y no, el suicidio no es una opción. Decides que lo más sensato es bajar los diecisiete pisos en ascensor y que el estropicio lo limpie otro, quien primero vea el cadáver. Deseas que sea Ana. Además, no debería llegar a casa más tarde de las ocho de la mañana y la idea de que la pequeña Alicia se levente temprano para desayunar y vea en semejante estado a su padre hace que se te forme un nudo en la garganta. Y es más, lo último que hará Ana será llamar a la policía. Por grotesco que se te antoje, sabes que te llamará a ti.



Cierras la puerta de entrada y piensas en qué la dirás, qué mentira la contarás. O si no hará falta y ella será incapaz de resistir el dolor y cederá a la tentación de saltar… diecisiete pisos.

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