HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

miércoles, 27 de julio de 2011

LICENCIA POÉTICA NÚMERO 1

             Hacía un buen día, despejado y no demasiado caluroso. Sin embargo yo caminaba con el paso acelerado de quien ha sido sorprendido por una tormenta en mitad de un descampado y busca desesperadamente un refugio. Y es que llegaba tarde, demasiado tarde. La inobservancia de las más mínimas reglas de la puntualidad ha sido una constante en mi forma de actuar desde que tengo uso de razón.

            Pero aquel día me había pasado. Llegaba con más de media hora de retraso y ya podía imaginarme a Raquel hecha un basilisco, soltando espuma por la boca y dispuesta a lanzarse contra mi yugular en cuanto me viese aparecer. En tales cosas pensaba yo cuando el destino quiso que tropezase con un baldosín, cayese describiendo una extraña parábola en el aire y me diese de bruces con la realidad.

            Lo que vi debió dejarme noqueado unas cuantas horas, porque cuando recuperé la consciencia ya era de noche. No obstante, también sopesé la posibilidad de que, justo en el instante en que di tan nefasto traspiés, se produjese una brecha en el continuo espacio-tiempo y tales horas jamás hubiesen existido. Mas en seguida deseché tal teoría dado que, según los más prestigiosos científicos internacionales, la última vez que el continuo espacio-tiempo se hizo una brecha, pasó dos meses en el hospital y tres más en rehabilitación; por lo que últimamente se andaba con mucho cuidado y no salía de casa sin casco.

            Me incorporé haciendo gala de la ligereza, agilidad y soltura propias de un mono borracho y apaleado. Y es que cuando la realidad te da de lleno en plena cara no queda otra que tragártela cruda, así, sin más, tal y como viene; sin kétchup ni mostaza ni nada. Y claro, le deja mal cuerpo a uno.

            Comencé a caminar en dirección a mi casa, dado que era imposible que Raquel siguiera esperándome y tiré todas las esperanzas que tenía depositadas en la fallida cita a un pozo sin fondo.

            Obviamente, hablo en sentido figurado (cualquier lector avezado o pocero medianamente instruido se habrá percatado de ello), pero he considerado oportuno permitirme alguna licencia poética. Algunos ejemplos de licencias que se pueden encontrar en la Gran Enciclopedia de los Lugares Comunes son:

            Licencia poética número 43: Todo pozo carecerá de fondo a menos que la historia trate de un niño que sufra el fatal percance de caerse en uno.

            Licencia poética número 76: Los párpados no se cerrarán, sino más bien se dejarán caer como si se tratase de sacos de patatas.

            Licencia poética número 83: Cada vez que se haga referencia a un amor pasado, este será un amor perdido. Y, con la doble finalidad de resaltar tal licencia y evitar confusiones, las llaves, mecheros, pendientes, o cualesquiera otros objetos susceptibles de acabar en el lugar más insospechado, simplemente se extraviarán.

            Licencia poética número 98: Si es de noche y el cielo está estrellado se dirá que la noche (o el cielo para evitar la cacofonía) estaba tachonada de estrellas.



            La noche estaba tachonada de estrellas y dejé caer mis párpados mientras repasaba mentalmente todos los amores perdidos que alguna vez habían dejado huella (licencia poética número 8) en mi corazón. Raquel era la última de esa lista. La cita a la que hice referencia antes era la última oportunidad que estaba dispuesta a concederme. Nunca supe mantener cerca de mí a aquella gente que me apreciaba o me quería. Siempre (sigo sin saber bien el modo) terminaba apartándolos de mi lado. Y Raquel no había sido ninguna excepción; ¿por qué tendría que haberlo sido?

            Encendí un cigarro y las primeras caladas parecieron devolverme un poco de serenidad, que exterioricé esbozando una sonrisa cuyo significado habría escapado a cualquier posible observador. Odio ponerme melancólico; apartar a los fantasmas, con el truco que sea, pero alejarlos de mí, siempre se me antoja reconfortante.

            Aceleré el paso aunque no tenía especial prisa por llegar y vivía relativamente cerca de la calle en la que me encontraba; dicen que sentirse solo en medio de la gente es triste, pero estar solo, realmente solo, de noche y rodeado de calles vacías es desolador. Supongo que andar más deprisa no era más que otro intento de alejar a los fantasmas y huir de sus sombras.

            Funcionó. Cuando quise darme cuenta ya estaba entrando en el parquecito que hay frente a mi edificio. Es un parque infantil. ¿Viejo? ¿Obsoleto? Digamos que es de los que ya casi no se ven; digamos también que es de los que están en peligro de extinción y añadamos que es una pena. Un parque de arena y con apenas ligeros vestigios de lo que en su día fueron zonas de césped; de esos con columpios que tenían neumáticos por asientos y cuyos toboganes de hierro perdieron cualquier rastro de pintura décadas atrás. Los bancos, que tras años de soportar estoicamente las posaderas de marujas que cacareaban mientras sus hijos se despellejaban las rodillas jugando al fútbol en la tierra, hacía tiempo que no recibían más visitas que las de los camellos de hachís al por menor. Pero a esas horas ni tan siquiera ellos se encontraban allí. El parque estaba desierto, a mi disposición. Y me acerqué a los columpios. En unos casi idénticos había conocido a Cristina mucho tiempo atrás, cuando yo aún no era más que un niño con parches de Naranjito en los pantalones y pájaros en la cabeza (no conservo ninguno de aquellos pantalones, pero sí algunos pájaros).

Cristina era una niña de mi edad y vivía en el portal de al lado. Su madre y la mía se habían hecho amigas y solían quedar para charlar en el parque, lo cual hacía que Cristina y yo coincidiésemos día tras día y, poco a poco, también nos hiciésemos amigos. Casi sin darnos cuenta fuimos creciendo y quedar con cualquier excusa era algo natural, no forzado…, espontáneo.

Cuando me dijo que sus padres habían decidido mudarse e irse de la ciudad, sentí una clase de tristeza distinta a todas las que hasta entonces me eran familiares. No pude definirla entonces y reconozco que tampoco soy capaz de hacerlo hoy en día. Nunca he vuelto a sentir algo igual; lo más cercano han sido sucedáneos, copias baratas o  calcos borrosos.

Decido que es hora de echarme otro cigarro y apenas lo enciendo veo una sombra a lo lejos. Parece venir hacia el parque y, por un instante, creo que puede tratarse de Raquel. Quizás se preocupase al no verme aparecer y dedicara media tarde a llamarme al móvil (es la única deferencia que tengo con las personas que quedo: el móvil lo dejo en casa, siempre). Supongo que habría empezado con mensajes de texto y que tales mensajes reflejarían fielmente una evolución en cinco pasos, similar a la que se asocia a los momentos de duelo. 

Negación: «No me puedo creer que me hayas dado plantón.»

Enojo: «Eres un cabrón.»

Negociación: «Escucha, aún estoy en la cafetería. Supongo que si no has aparecido es porque te ha surgido algo. Llámame al menos, ¿vale? Aunque no puedas pasarte hoy, podemos vernos otro día.»

Depresión: «Sabía que me harías esto, no sé por qué me dejé convencer para quedar. Si siempre me has tratado igual, como si no te importase. Soy boba.»

Aceptación: «Está claro que no aparecerás. Muy bien. Se acabó. ¡Adiós!»

Sí, y tal vez después de mandarme vete tú a saber cuántos mensajes siguiendo aquella línea, llamase a alguna amiga y ésta la dijese que lo mismo me había pasado algo. Entonces, alarmada, habría pasado a llamarme con insistencia tanto al móvil como al teléfono de mi casa y…



Pero la sombra pasa de largo, no llega a entrar al parque. Apuro el cigarro, tiro la colilla al suelo y me alejo de los columpios. Enfilo hacia el portal.

«¿Dónde estás Cristina?»

Mierda, odio ponerme melancólico pero he de reconocerme a mí mismo una cosa y no logro contener las palabras que, apenas en un susurro, se me escapan.

«Te echo de menos y, mucho me temo, que cuando desapareciste de mi vida te llevaste contigo una parte de mi (licencia poética número 1).»


jueves, 21 de julio de 2011

17 PISOS

            Cuando agarras la toalla para secarte las manos reparas en que aún quedan rastros de sangre entre tus uñas. Los puños de la camisa han permanecido, milagrosamente, impolutos. Pero ahora están empapados y consideras que es absurdo remangarse a estas alturas. Abres de nuevo el grifo del agua caliente y frotas con furia mientras maldices a Ángel y le culpas de lo ocurrido. ¿Por qué tuvo que amenazarte? ¿Cómo se le llegó siquiera a pasar por la cabeza?

—Necesitas una copa, tío —dices a tu propio reflejo en el espejo tratando de reconocerte tras el tipo sudoroso, despeinado y de pupilas vidriosas que ves—. Te invito.

Guiñas un ojo antes de bajar la mirada hacia el lavabo y comprobar que, por fin, tus uñas están limpias de sangre. Cierras el grifo y secas lentamente tus manos con la toalla antes de pasarte ésta por la frente para borrar el sudor que la perlaba. Crees, ingenuamente, que de este modo podrás recuperar algo de compostura.

Vuelves a mirarte en el espejo y el hombre del reflejo sigues sin ser tú; cubres tus ojos con la mano izquierda y ahogas un grito, un «joder» lleno de rabia e ira.

—¡Vamos a por esa copa! —añades mientras lanzas la toalla contra la pared del baño—.

Ángel siempre se jactó de ser un gran bebedor de whiskey y alardeaba de que en su mueble bar nunca faltaban menos de veinte variedades de ésta bebida. Whiskey escocés, irlandés, bourbon (por supuesto), nacional para las visitas no muy deseables, añejo de doce años…, recuerdas que incluso te habló de uno japonés que le sorprendió gratamente pero nunca te dio a probar y decides que ese será el que cates esta noche.

Al encender la luz de la cocina te sorprendes de que Ángel haya sido capaz de lograr tal desorden en menos de 48 horas. Es imposible que Ana dejase una sola cosa fuera de su sitio antes de irse y ahora la encimera está enterrada bajo un sinfín de vasos, platos y bandejas. «¿Cómo puede alguien llegar ensuciar tanto en tan poco tiempo?», piensas antes de imaginar la reacción que podrá tener ella cuando se entere de lo ocurrido. Ana siempre fue muy guapa, una de esas mujeres ante las cuales uno es incapaz de dominarse al cien por cien. Era difícil evitar la tentación de girarse para verla aunque sólo fuese por unos segundos más y casi imposible no perderse en sus ojos verdes o su coqueta forma de sonreír. Siempre pensaste que si la tentación tuviese un nombre, éste sería el suyo. Pero Ángel y Ana siempre se quisieron; nunca les faltó la pasión ni habían cedido jamás a la rutina o el tedio que pueden infligir más de diez años de matrimonio. Y es por ello que ahora ella viene a tu mente luciendo una mueca de horror, de desesperación, y mostrando unos ojos tristes y sin brillo, como perdidos en la NADA. Ahora, si El grito de Munch tuviese un nombre, éste sería Ana. Porque sabes que, en cuanto sepa que él ha muerto, ella se apagará con la rapidez y los vanos estertores de una vela barrida por un soplo.

Abres el armario que hay encima del grifo de la cocina y coges el primer vaso que se te pone a mano. Cierras de un portazo y en dos pasos te encuentras frente a la nevera. Tres cubitos de hielo. Nunca más. Hay quien dice que ya el tercero ahoga el sabor de un buen whiskey. ¡Que digan lo que quieran!

Tres cubitos que metes en el vaso (clinc, clinc, clinc) consciente de que volverás a por más, que la noche va a ser muy larga. Y un whiskey no será suficiente para digerirlo todo.

Apagas de un manotazo la luz de la cocina y caminas casi a tientas hasta el salón. El tintineo de los cubitos hace más ruido que tus pies al andar por la moqueta y, por primera vez, te asaltan las dudas sobre cómo vas a limpiarlo todo. No puedes dejar el cadáver ahí tirado, como a quien se le caen unas migas de pan al suelo y dice: «Ya pasaré el aspirador». No es una cuestión de decoro y huelga decir que tampoco un mero asunto de higiene, sino lo menos que puedes hacer por Ana. La policía no es el mayor de tus problemas ahora mismo. Nunca lo ha sido. 

Ahora sólo una lámpara ilumina la estancia, la otra se la has roto en la cabeza y puedes ver los pedazos desperdigados alrededor de su cuerpo, entre un charco de sangre salpicado aquí y allá de vidrios. Los restos del botellín de cerveza con el que comenzaste a atizarle.

Llegas al mueble bar mientras recapacitas acerca de en qué punto exacto tu reacción mudó de ataque a ensañamiento: Cuando agarraste la lámpara ya estaba muerto, estás seguro de ello; siendo sincero contigo mismo has de aceptar que el gesto de estamparla contra su cara estaba de más. Pero con el botellín (ya roto tras varios golpes certeros y contundentes), del cual en tu mano no quedaba más que el cuello desgajado y afilado, jugaste un buen rato clavándoselo por todo el pecho, como temiendo que sus pulmones volviesen a insuflarle vida.

Encuentras el whiskey. El muy cabrón lo tenía bien oculto, al fondo del todo, escoltado por diversas variedades nacionales. Observas que la botella está por la mitad y se te antoja medio llena. Eres generoso con el chorro que dejas caer en el vaso, pero, antes de llevártelo a la boca te giras y enciendes un cigarro. Nunca empiezas una copa sin haber dado, al menos, dos caladas. También hay quien dice que el tabaco eclipsa el sabor de un buen whiskey. ¡Que digan lo que quieran!

            Finalmente das una, dos, tres caladas lentas y profundas y notas cómo el humo inunda tus pulmones con la calma y contundencia de la pleamar. También dicen que fumar mata, pero tienes problemas más graves, siempre los has tenido.

            Y sonríes al pensar en ello. Sonríes con la amargura de quien se sabe perdedor antes de comenzar una partida, con el poso de tristeza del ludópata que es incapaz de imaginar su vida de otro modo. Tabaco, juego, alcohol, trabajo, mujer, porno, hijos, psicoterapia, cocaína, putas, somníferos, fútbol o el jodido e indigesto programa matinal sobre salud. El caso es vivir enganchado a algo. Todo el mundo vive enganchado a algo. La mitad de todas esas cosas pueden llegar a matarte, la otra mitad de ellas te entierran en vida. El primer paso para lograr la sonrisa que ahora decora tu rostro es ser consciente de que tienes un problema.

            «Hola, me llamo V…  soy traficante y acabo de matar a mi mejor amigo».

            «Hola V…, bienvenido. Cuéntanos tu historia».

            El primer sorbo recorre tu garganta y das unos pasos hacia el cadáver de Ángel. Sabías que era cuestión de tiempo que, dado tu trabajo, tuvieses que enfrentarte a una situación en la que matar se presentara como la única opción posible. Pero nunca imaginaste que Ángel llegase a representar el papel de víctima en la escena.

            Te agachas y examinas su cara; lo que queda de ella. Le falta un ojo y la cuenca, vacía y ensangrentada, se te antoja el cráter dormido de un volcán tras una erupción salvaje e incontrolable.

            «¡Menuda forma de poner fin a quince años de amistad!», piensas.

            Una repentina corriente de aire te recuerda que la terraza quedó abierta. Hace buena noche, despejada y fresca. Y sales al exterior para seguir con tu whiskey y tu cigarro.

            Diecisiete pisos. Hay una gran caída desde allí, de esas que dan tiempo para que uno recapacite y se arrepienta de haber saltado antes de estamparse contra el suelo. ¿Harías bien si saltases? No tienes mujer, ni hijos, tus familiares más cercanos murieron tiempo atrás, los lejanos no quieren saber nada de ti y acabas de asesinar a tu único amigo. ¿Qué o quién te mantendrá en pie de ahora en adelante? Ángel te ayudó cuando tu vida se tambaleó, tiempo atrás, en esa época gris en que jugabas con las drogas y la noche y las chicas fáciles de cien euros la hora que nunca querían besos en la boca. Pero nunca fuiste de los que dramatizan. El suicidio no es una opción. No para ti.

            Una última calada al cigarro y un largo trago te sacan de tus tribulaciones y te giras para dar la espalda a la noche. Desde dónde estás tienes una vista privilegiada del salón; la penumbra lo hace mucho más cálido. Ana tenía una debilidad especial por los tonos claros y decoró los dos pisos del ático dúplex a base de diferentes variedades de blanco que a ti nunca te fue posible diferenciar: sofás «sepia», cortinas «marfil» y paredes «color hueso». Le costará horrores limpiar la sangre de la moqueta «blanco perla». Porque lo has pensado mejor y decides que no serás tú quien limpie el estropicio. Sí, ok, es lo menos que podrías hacer por Ana. Pero ese estúpido gesto de cortesía no cambiaría el hecho de que hayas matado a su marido (lo llegue a saber ella o no). Tiras la colilla hacia atrás, al vacío. Diecisiete pisos. Y oyes una tos débil y apagada.

            «¿Pero qué… coño?».

            Ves, al fondo del salón, en lo alto de la escalera que da al segundo piso, unos pies descalzos, diminutos, y piensas que no puede ser, que Alicia tenía que estar en casa de sus abuelos. Das unos pasos y abandonas el frescor de la terraza. Ahora puedes verla bien y ella te mira con unos ojos somnolientos pero curiosos.

            —Hola.

            Su voz parece un poco tomada, como si tuviese que atravesar una barrera de flemas e imaginas qué ha podido pasar para que ella se haya quedado en casa el fin de semana.

            —Hola —respondes.

            Te preguntas desde cuándo estará ahí la niña, qué habrá visto, oído…

            —Te conozco, eres el amigo de papá.

            Afirmas lentamente con la cabeza y das un rápido barrido al salón con la vista. Desde donde está Alicia es imposible que alcance a ver el cadáver de su padre, pero si la diese por bajar apenas cuatro o cinco escalones la situación se volvería incontrolable. Tendrías que tomar una decisión rápida y drástica. Sus chillidos, su llanto desgarrado, despejarían de flemas su garganta como quien descorre las cortinas y se la oiría en medio Madrid. Sólo habría una forma de callarla y no quieres ni pensar en ella. ¿Cómo matar a una niña de seis años?

            Dejas el whiskey en el suelo, sin apartar la mirada de Alicia y caminas hacia las escaleras; te percatas de que ella abre dubitativamente la boca. Pero sólo se decide a hablar cuando llegas a su lado.

            —Estoy malita —dice —. Y tengo sed.

            —Bueno, eso se arregla fácilmente. ¿Tienes algún vaso en tu habitación?

            —Sí.

            —Bien, vamos a por él y te daré un poco de agua.

            Sigues sus pasos pero se detiene en seguida y se gira para hablarte nuevamente.

            —¿Y papá? ¿He oído mucho ruido? ¿Estáis jugando?

            Suspiras de alivio al oírla preguntar de un modo tan ingenuo por lo ocurrido y pasas una mano por su cabecita antes de responder que sí, que habéis estado jugando, pero que ahora su papá está descansando un ratito y que intentaréis no hacer tanto ruido si volvéis a jugar.

            —¿A qué jugabais? ¿Juegos de mayores?

            —Sí, juegos de mayores.

            —Yo quiero ser mayor pronto. Ya tengo seis años, no me queda tanto.

            «Juventud, divino tesoro», piensas.

            —¿Es esta tu habitación? —preguntas señalando una puerta tras la cual sabes que no hay más que un cuarto de baño, si bien tampoco estás seguro de cuál es el dormitorio de la niña y no deseas prolongar mucho la charla —.

            —No, es la de al lado.

            Entráis y no te es difícil convencerla para que se meta en la cama, parece tener un poco de fiebre. La arropas bien, agarras el vaso y vas hacia el aseo. La suerte parece estar de tu lado, porque sobre el lavabo ves una caja de aspirinas infantiles.

            Vuelves a la habitación y la observas de pie mientras se toma la aspirina y bebe un poco de agua. Es una niña muy guapa, tiene los ojos y el pelo de su madre, no hay duda. Al fin termina y deja el vaso en la mesilla de noche; tú das las buenas noches y caminas hacia el pasillo. 

            —Gracias —dice justo cuando apagas la luz —.

Cierras lentamente la puerta, ¿acaso temes despertar a los muertos? Acabas de matar a su padre y la niña… te da las gracias. Hace no más de cinco minutos se te estaba pasando por la cabeza asesinarla y la niña… te da las gracias. ¿En qué te has convertido? Tu negocio no es matar, tu negocio es traficar. Y eres bueno en tu trabajo. Pero esta noche has cruzado una frontera tras la cual, posiblemente, no haya vuelta atrás.

            Estúpido Ángel, ¿por qué tuvo que amenazarte con irse de la lengua?

            Bajas las escaleras casi de puntillas y cruzas el salón con la cabeza gacha evitando mirar hacia donde está el cadáver. Metes las manos en los bolsillos. ¿En qué te has convertido?

            La noche se te antoja algo más fresca en cuanto pones un pie en la terraza; han de ser las dos o las tres de la mañana, pero no miras el reloj. Consideras que este momento se merece un cigarro.

Diecisiete pisos.

Un salto de diecisiete pisos no daría más que para tres o cuatro caladas antes de estamparse contra la calle, lo mejor es fumárselo apoyado en la barandilla y así haces. Lenta, gradualmente, la ceniza va ganando terreno al cigarro, a lo que va quedando de él, y pareces ir serenándote; tu respiración se ralentiza y tus músculos se relajan.

Diecisiete pisos.

Nunca fuiste de los que dramatizan y no, el suicidio no es una opción. Decides que lo más sensato es bajar los diecisiete pisos en ascensor y que el estropicio lo limpie otro, quien primero vea el cadáver. Deseas que sea Ana. Además, no debería llegar a casa más tarde de las ocho de la mañana y la idea de que la pequeña Alicia se levente temprano para desayunar y vea en semejante estado a su padre hace que se te forme un nudo en la garganta. Y es más, lo último que hará Ana será llamar a la policía. Por grotesco que se te antoje, sabes que te llamará a ti.



Cierras la puerta de entrada y piensas en qué la dirás, qué mentira la contarás. O si no hará falta y ella será incapaz de resistir el dolor y cederá a la tentación de saltar… diecisiete pisos.

lunes, 18 de julio de 2011

30 GRAMOS

En 1961, Piero Manzoni, artista conceptual italiano, llenó noventa latas con sus heces. Posteriormente las etiquetó, las enumeró, las firmó y las vendió a precio de oro. Como suena: cada lata de 30 gramos de “Mierda de Artista” salió al precio de 30 gramos de oro.

            Hoy se pueden ver algunas de estas latas en el MOMA de Nueva York o el Centro Pompidou de París. Es más, no hace falta ni salir de España; en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona tienen otra.

Estas son las cosas que aprende uno en el instituto: Mierda envasada en serie limitada.

            Con dos cojones.

            Pese a todo, tras la burla velada al mercado del arte y lo escatológico del asunto, supongo que ni siquiera al propio Manzoni se le llegó a pasar por la cabeza que un día, más de treinta años después de aquello, la sola mención de esas latas tendría el efecto de un mazazo directo en la nuca de un estudiante de instituto como yo.

            Y es que esta mañana me he quedado clavado en mi pupitre. Mientras el profesor de historia del arte trataba de contener las sonrisas de mis compañeros huyendo hacia delante; hilando sin demora ni sutileza a Manzoni y sus excrementos con el examen que nos tiene preparado para pasado mañana. Es el mejor remedio, supongo, si se pretende acabar con cualquier conato de hilaridad en un aula: sacar a relucir un examen. Y yo ahí en medio, parado, como en un aparte. Observando toda la escena desde fuera, a través de una mirilla. Porque me importa un carajo cualquier control que me quieran poner delante de la cara los profesores (con mejor o peor nota, lo aprobaré). Además, muy mal se me tendría que dar para echar a perder la media de COU a estas alturas; pero esas latas…

            Esas latas me han hecho ver en un instante, con toda claridad, algo que hasta entonces apenas intuía. Y es que, a grandes rasgos, existen dos clases de personas:

            Los tipos como Manzoni y los tipos como yo. La gente que se arriesga, que confía en sí misma y la gente que se queda al fondo, mirando cómo los demás hacen lo que consideran que han de hacer (siendo el envasado y posterior venta al peso de su mierda algo opcional). Habría, supongo, una tercera clase de personas: los que ejercen de comparsa de los Manzonis de este mundo, aunque quizás sólo sean una variante de ellos (al fin y al cabo los halagos tampoco son gratuitos, ¿no es así?).

            En cuanto hemos salido de clase se me ha acercado Álex; con su mochila hecha jirones, sus vaqueros raídos, su camisa a cuadros y su descuidada media melena. Es un buen chico, pero también parece ser de los pocos que aún no se han enterado de que Kurt Cobain ya murió.

No disimulaba su buen humor mientras me daba una palmada en el hombro a modo de saludo.

            —¿Vendrás?

            Álex no es de muchas palabras. Cualquier conversación con él suele requerir ciertas dosis de intuición (y no menos de paciencia), ya que normalmente es complicado seguirle el hilo. Pero, por alguna razón, es la persona con la que más a gusto me siento hablando. Supongo que porque nunca te aburre con palabrería gratuita ni divagaciones que no vienen a cuento.

            —¿A tu fiesta? —he preguntado sin pararme—. No, no creo.

            —Vamos, tío. Ven por una vez. Estará todo el mundo, hasta Klaus dice que “ja”, que irá.

            Klaus no se llama Klaus, pero todo el mundo lo llama así desde que llegó de intercambio meses atrás. Incluso los profesores, al pasar lista, dicen Klaus. Nadie sabe quién fue el primero llamarlo así y tampoco nadie en el instituto sabe cuál es su verdadero nombre. El pobre alemán se aburrió de corregirnos al segundo día. Y ahora decía que “ja” a la fiesta de Álex. La ecuación mental del teutón tras la invitación habrá sido, más o menos, la que sigue: Cerveza más chicas españolas igual a Klaus feliz. Ja!

            Pero yo he dicho nein.

            —No, Álex, gracias. Pero no iré.

            —¿Y qué harás? ¿Quedarte recogiendo el gimnasio? —me ha preguntado golpeándome suavemente en el pecho con su mano.

            Llegado ese punto me he parado. No quería decirle que tampoco pensaba asistir a la fiesta “oficial” de graduación; la que el instituto organizará en el gimnasio dentro de un par de semanas y a la que la gente irá más para tener un lugar en el que quedar, antes de ir al chalet de Álex, que porque piensen quedarse mucho tiempo en ella.

 —Está bien. Me lo pensaré —he respondido para evadir el lance.

            —Nada de pensar. Ven y punto, ¿ok?

            Y se ha dado media vuelta, dejándome con la palabra en la boca.

            Sí, es un buen tipo, Álex. Lo conozco desde primero de BUP y es lo más parecido a un amigo que tengo aquí, en el instituto. Tampoco es que nunca haya llegado a intimar mucho con él pero, de algún modo, ambos nos profesamos una cierta simpatía. Por otro lado, Álex está hecho de la madera de los Manzonis, sin duda, aunque no creo que jamás venda mierda.

Y Klaus…, bueno, tampoco lo conozco lo suficiente como para juzgarle. Lo único que sé de él, y porque me lo han dicho, es que bebe cerveza como un animal.

            Ja! Klaus irá a la fiesta. Y Ángel. Y Carlos. Y Antonio… Juan, Vicente, Iván, Luís…, todos irán. Como tampoco faltarán Ana, ni Nadia, ni Marta, ni Noemí…, ni Julia.

            Julia.

            Es lo único que voy a echar de menos de estos años: el tiempo pasado junto a Julia. O quizás sería más exacto decir cerca de. Nunca hemos charlado más de dos minutos seguidos ni quedado siquiera para tomar un mísero café. He permanecido al margen, en los límites de su círculo de amistades, observando impertérrito cómo salía con Ángel por unos meses para luego dejarlo por un tiparraco de su barrio que venía a buscarla a la salida del instituto y nos miraba a todos (incluso a mí) como a rivales. Casi se podía leer en su mirada: «Ni os acerquéis a ella. La tenéis durante las horas de clase, pero en cuanto cruza esa puerta es mía». Desde que dejó a ese payaso no ha vuelto a salir con nadie.

            Y yo, por supuesto, tampoco me he animado a invitarla a un café.

            Julia, con su pelo moreno y rizado, sus hoyuelos en las mejillas al sonreír y su malsana costumbre de morderse las uñas antes de un examen…

            Sin duda, el mejor recuerdo de estos años: Julia.

***

            A veces me pregunto qué otros momentos y qué personas irán sustituyendo a la gente del instituto; cómo el collage creado en torno a mí, a base de retazos de la vida de aquellos con los que me voy cruzando, se irá transformando (enriqueciendo, supongo) con nuevas caras y sensaciones. Más aún cuando en pocos meses entraré en la Universidad… Mentiría si dijese que me pierdo más en divagaciones sobre la posible dificultad que entrañará para mí, como estudiante, tal salto académico, que en tribulaciones acerca de la gente con la que me encontraré.

            Algo parecido me sucedió cuatro años atrás, el verano antes de entrar al instituto. Y ahora sonrío al recordar el primer día de clase, cuando entré y me vi rodeado de gente que ya conocía. De la academia de inglés, del barrio, del colegio… ¡Dios! ¡Algunos incluso habían hecho la primera comunión conmigo! Ni qué decir tiene que a estos últimos no los había vuelto a ver desde entonces, pero ahí estaban ahora, saludándome y regocijándose de que coincidiéramos en la misma clase. En fin, nunca he sido de los más populares (tampoco lo he intentado, si es que ser popular sea algo que se pueda “intentar”; alguien, no recuerdo quién, ya dijo una vez que la popularidad es un accidente), pero aquel día casi hasta me sentí así.

            Accidentalmente bien acogido, podríamos decir.  

¡Dios! Parece que fue ayer.

Y es que a veces me da la impresión de que el tiempo pasa demasiado deprisa. Años, meses, días, horas…, todo fluye como en un sueño: Ahora estoy aquí y al momento siguiente en otra parte, sin saber cómo he llegado ni preguntármelo siquiera. Creo que es por ello que no viene mal tener un faro, el que quieras, el primero que pilles, lo único importante es que lo reconozcas al instante y con echar un simple vistazo a tu alrededor. Y más que las clases, los profesores o cualquier otro compañero de instituto, ese faro (mi faro) ha sido Julia. Siempre desde la distancia y de un modo platónico.

Si veo a Julia sé dónde estoy. En caso contrario debo estar en casa.

            Llevo sin verla desde hace un rato y me sorprendo a mí mismo en mi cuarto, frente al libro de inglés. Inclinado en mi escritorio, con una mano en la frente y la otra sosteniendo un bolígrafo con el que doy golpecitos en un cuaderno.

            Si no me conociese dejaría de lado el símil del sueño y pasaría a valorar la posibilidad de sufrir algún síndrome de falta de atención. Aunque quizás en mi caso sería más correcto hablar de síndrome de falta de interés. Si bien, tampoco creo que ese sea mi problema. Yo, simplemente, dejo las cosas pasar, no me lanzo, no tengo empuje…, me falta punch, como me han venido diciendo (sobre todo) los profesores de Educación Física desde primero de BUP. Y es que, mientras otros se mataban en todas las pruebas, compitiendo como si cada test de Cooper fuera el último de sus vidas, yo me limitaba a correr lo justo para superar, en un centenar de metros, la marca que me aseguraba el aprobado.

            Pero mis tribulaciones se ven interrumpidas por el sonido del teléfono que llega desde el salón como el aviso de un cambio de tercio. De modo que me centro nuevamente en el libro que tengo delante, dando por sentado que ya contestará mi madre. Y así es.

            El teléfono calla y no tardo en oír pasos aproximándose a mi cuarto; en seguida la veo asomar por la puerta. Nunca lograré saber cómo consigue abrirla sin hacer el más mínimo ruido.

            —Te llaman —dice.

            —Ahora no, mamá. Pregunta qué quieren y di que luego llamo —respondo volviendo a clavar la mirada del libro. Supongo que se trata de Álex; el único que me llama con cierta frecuencia.

            Mi madre abandona la habitación con el mismo sigilo con el que entró y la oigo alejarse. Es tontería tratar de estudiar, al menos hasta que vuelva con el mensaje, así que vuelco todo mi peso en el respaldo de la silla y busco algo de comodidad mientras espero.

            Le lleva menos de un minuto volver a entrar con el recado.

            —Era una tal Julia..., del instituto. Dice que la llames cuando puedas —suelta tras una fina sonrisa cómplice, como quien cree haber dado con algún pequeño secreto—. He apuntado su número. Toma.

            Recojo el papel y lo miro un instante; para cuando me giro mi madre ya ha desaparecido y la puerta está cerrada de nuevo. Me pregunto entonces qué querrá Julia y cómo habrá conseguido mi teléfono. Lo segundo, ni qué decir tiene, me preocupa menos, pese a ser la primera cuestión que resuelvo atribuyendo a Álex la filtración.

            Miro y remiro el papel hasta memorizar el número. Nunca he pedido el teléfono a ninguna chica… no habría sabido qué hacer con él. Pero ahora tengo el número de Julia y su invitación para que la llame. No me queda otra que despegar mi culo del escritorio y preguntarla qué quiere. Claro que no puedo comenzar así la conversación, con un qué te pasa. Habrá que adoptar un tono más casual.

            «Hola», diré.

            «Hola», responderá.

            Y la pelota estará en mi tejado nuevamente…

           

            ¡Joder! ¿Y luego qué? Debería haber contestado yo; todo habría sido más fácil. Lo mejor es que, antes de llamarla, vuelva a plantearme qué puede querer…

            Bien, no ha faltado al instituto, de modo que no creo que sea por nada de deberes ni lecciones atrasadas…, además, llegado el caso lo normal sería que llamase a Raquel, que para algo es su amiga del alma. Y tampoco me inclino por pensar que se haya tomado la molestia de conseguir mi número sólo para preguntarme si creo que el profesor de historia iba de farol con lo del examen. Dicho sea de paso: no creo que se tratara de ningún farol.

            En fin, es absurdo darle más vueltas.

            «Hola», diré. Y a partir de ahí que sea lo que tenga que ser.

            Salgo de mi cuarto y atravieso el pasillo que da al salón. No veo a mi madre por ningún lado, por lo que, al menos, podré hablar tranquilo.

            Descuelgo, me siento en el sofá y marco.

            Apenas dos tonos más tarde responde una voz de mujer, pero nunca he oído la voz de Julia al teléfono y no quiero meter la pata.

            —Hola, ¿Julia? —pregunto.

            —Sí.

            Me repito mentalmente aquello del tono casual y decido abordar la cuestión tangencialmente y como quien no quiere la cosa.

            —Hola, mira, me has llamado hace un rato… —es lo mejor que se me ocurre decir.

            —Sí. Hola. Era por la fiesta de Álex. ¿Vas a ir?

            Al escuchar esa pregunta cruzan por mi mente, en su segundo, mil ideas; desde que Álex (tras la breve conversación que mantuvimos esta mañana), la haya convencido para empujarme a ir, hasta la más remota de que Julia quiera que vaya con ella. En medio de ambas otras opciones más realistas como que, dado que soy de los pocos que ya han cumplido los dieciocho, me encargue de comprar el alcohol.

            —No estoy seguro —respondo—. ¿Por?

            Entonces, al otro lado de la línea, se produce un silencio apenas interrumpido por un hilillo de respiración.

            —Por ir juntos —contesta Julia tras unos instantes.

            Y la pelota, justo tal y como yo me temía, ha terminado en mi tejado. Que Julia me invite a ir con ella es, sin duda, todo un regalo. El problema es… ¿dónde está mi punch?

¿Y dónde mis cojones?

            Ahora soy yo quien fuerza, involuntariamente, el silencio, y me pregunto si ella será capaz de escuchar mi respiración.

            —¿Te apetece que lo hablemos tomando un café? —dice rescatándome del lance y metiéndome de lleno en otro.

            —¿Ahora?

            —Sí, ahora. Bueno, en quince o veinte minutos… cosa así. En la cafetería Estoril, ¿sabes dónde queda?

            —Sí, está cerca de mi casa. Me pilla de camino al instituto —digo sin estar seguro de a santo de qué he añadido la última frase.

            —Allí nos vemos, entones. Chao.

            Y cuelga, sin más. Así de sencillo, aunque no recuerdo haber dicho en ningún momento sí a su invitación, parece ser que tengo una cita con ella para dentro de un cuarto de hora.

            Julia, con su pelo moreno y rizado, sus hoyuelos en las mejillas al sonreír, su malsana costumbre de morderse las uñas antes de un examen… y ahora su punch. Sin duda, el mejor recuerdo de estos años.

            Me levanto y corro al servicio para asearme, que no es cuestión de ir de cualquier manera. Y mientras lucho contra el incorregible remolino que se empeña en decorar mi coronilla elijo mentalmente qué ropa ponerme… Vaqueros y camiseta…, sí, bien… ¿Qué vaqueros y qué camiseta? Todos mis vaqueros son prácticamente idénticos, por lo que casi da igual por cuál me decida. Respecto a la camiseta…, alguna negra.

            Así hago nada más entrar en mi habitación y abrir el armario.

            Estoy listo y me quedan diez minutos, de sobra para llegar al Estoril. ¿Y ahora qué? Ahora no estaría de más asegurarme de llevarlo todo… dinero, llaves…, ya está, tampoco ha sido tan complicado. Sonrío y salgo de mi cuarto. Me despido de mi madre justo antes de cerrar la puerta de casa. «Vuelvo en un rato», digo. Ella responde algo que no llego a entender; me llega acolchado tras el ruido del portazo que, involuntariamente, doy al salir.

            ¿Y ahora qué? Sigo preguntándome mientras cruzo el paso de peatones que separa mi calle de la avenida a cuyo final se encuentra el Estoril. Tomar un café con Julia estará bien, sí, de acuerdo, rezo por que sea ella quien lleve las riendas de la conversación pero ok, bien, de acuerdo. ¿Y? Llegado el momento habrá que afrontar el tema de la fiesta, de ir con ella a la fiesta… para bien o para mal es la razón de que nos veamos en cinco minutos… y no sé qué la responderé.

            Siendo sincero conmigo mismo he de reconocer que no me hace ninguna gracia ir. O, tal vez, sería más correcto decir que un cuarto de hora atrás no me hacía ninguna gracia. Las cosas pueden cambiar mucho en un breve lapso de tiempo. Eso he aprendido hoy. Eso y que los tipos como Manzoni no se harían…, no se hacen, las pajas mentales que me hago yo. Ni siquiera esperan a que la chica los llame. Llaman ellos, los Manzonis…, o acaso los que tienen los huevos en su sitio (quizás sea lo único necesario y ahí resida la esencia de todo lo demás).

            Sigo caminando y ya alcanzo a ver el Estoril. Es uno de esos locales que llevan abiertos de toda la vida y suelen servir de referencia para indicar el modo de ir a cualquier otro lugar. Coge el Estoril para arriba y tuerce…, gira a la izquierda nada más veas el Estoril…, si llegas a la altura del Estoril es que te has pasado… Son frases que todos los del barrio hemos dicho o escuchado alguna vez. Aún así, pese a la popularidad y solera del Estoril, no es de los sitios más frecuentados. Y quizás (¿quién sabe?) sea esa la razón de que Julia lo haya elegido esta tarde, ya que, otra cosa no, pero hablar tranquilamente es algo que allí podremos hacer.

            Aminoro el paso según me acerco y me paro frente a la puerta.

¿Y ahora qué?

            Ahora lo mejor que puedo hacer es entrar, echar un vistazo y, si no veo a Julia por ningún lado, pedir algo y sentarme a esperar simulando un desenfado y un temple que no tengo.   

            «Hola», diré al verla.

            «Hola», responderá.

            Y a partir de ahí vete tú a saber…

            Entro y miro a izquierda y derecha; parece que ella aún no ha llegado, así que camino hacia la barra para verme sorprendido por una voz que me reclama desde el fondo. Es Julia. Me hace señas con una mano tras una mesa de madera; junto a ella, de pie, hay una camarera alta y rubia que, supongo, debe haberme impedido verla hace un instante.

            —Hola —digo en cuanto llego a la mesa.

            —Hola —responde mientras se incorpora para darme dos besos que, con la ayudada del perfume que emana de su cuello, endulzan su saludo más de lo que hubiera esperado jamás.

            —¿Qué van a tomar? —pregunta la camarera en cuanto nos separamos y antes incluso de que yo llegue a tomar asiento.

            —Un café con leche —contesta Julia al instante—. ¿Y tú?

            —Sí, otro.

            La camarera toma nota entonces en una pequeña libreta y repite el pedido (tampoco era tan complicado, pero de todo hay en este mundo) antes de desaparecer y dejarnos a solas.

            ¿Y ahora qué?

            —¿Te ha sorprendido mi llamada? —arranca a preguntar ella antes de que el silencio se haga incómodo.

            —Sí, bueno…, no sabía que tuvieras mi número…

            —Se lo pedí a Álex. Supuse que él lo tendría.

            —Lo imaginé.

            Y veo que sonríe, que no logra ocultar un cierto nerviosismo pero, aún así, parece sentirse a gusto y disfrutar de la situación.

            —Pensarás que es un poco estúpido andar con llamadas viéndonos todos los días en el instituto.

            —No, ¿por qué? —respondo; la verdad es que ni me lo había planteado, aunque esto último me lo guardo para mí y dejo que siga hablando ella.

            —El caso es que no estaba segura de querer ir a la fiesta de Álex —continúa en seguida—. Incluso me daba pereza ir a la que quieren dar en el gimnasio, pero hoy se me ha acercado Álex…, otra vez, y… bueno, le he pedido tu número.

            —Caso resuelto entonces —digo haciendo gala de mi nula capacidad para hilar una gracia en medio de una conversación.

            Aún así ella sonríe, nuevamente, y parece estar a punto de querer añadir algo, pero la camarera vuelve a hacer acto de presencia e interrumpe nuestra charla. Trae los cafés, que sirve como si la estorbasen en la bandeja, damos las gracias y desaparece sin decir nada. Mi mente divaga entonces acerca del secreto que se oculta tras la escasa clientela del Estoril: si la camarera (al menos) estuviese buena, se le perdonaría la falta de simpatía.

Pero no pierdo más tiempo en observaciones baladíes y al instante centro mi atención en Julia, que juega con la bolsita de azúcar antes de rasgarla y volcar sólo la mitad de su contenido en el café. Por alguna razón, que no sabría explicar, ese gesto se me antoja simpático y me sorprendo a mí mismo esbozando una sonrisa que disimulo en  cuanto ella alza la cabeza.

Me mira a los ojos.

—¿Y bien?

—¿Y bien…, qué? —respondo ingenuamente.

—¿Vendrás?


El esbozo de sonrisa desaparece al momento y me pregunto si ella será capaz de leer tras mis pupilas, porque lo único que cruza mi mente en ese instante es la inseguridad…, la duda.

Apenas un…

¿Y ahora… qué?