HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

jueves, 24 de marzo de 2011

GORROS

Estaba siendo un mal año.
Cada vez fumaba más y follaba menos. Para ser sinceros: No había follado en todo el año. Lo cual, sumado a los siete meses de sequía del año anterior, suponía una presión inaguantable para mis gónadas (en lenguaje empresarial hablaríamos de sobrestock, en el que nos ocupa lo dejaremos en tener los huevos a rebosar). Fue por ello que, en una sabia decisión, mis testículos optaron por abandonar sus tareas habituales y comenzaron a producir gorros de lana para El Corte Inglés (en lenguaje empresarial: adaptarse al mercado). Tal cambio me reportó, aparte de suculentos beneficios económicos, un más que agradable calorcito ahí abajo durante los últimos meses del invierno.
Pero llegó el verano.
Y el calor.            
 Y las ventas de gorros de lana cayeron en picado. Por no hablar de la devolución de los gorros no vendidos que El Corte Inglés tuvo a bien llevar a cabo con el cambio de temporada y que, a falta de espacio libre en el armario, tuve que meterme por el culo.
Fue entonces cuando comenzaron los verdaderos problemas: Expulsaba bolitas de lana cada vez que iba al baño, despertaba rodeado de gorros si soñaba con mujeres… y  el calor era ya insoportable… ahí abajo.
De modo que, aunque nunca me he tomado por un hombre especialmente inteligente, esta vez creo que actué con bastante sensatez y fui al médico.
—¡Vaya! Parece un caso evidente de disfunción testicular aguda, sin duda —dijo nada más le expuse mi problema.
—¿Tan común es, que hasta tiene nombre? —pregunté decepcionado al comprobar que no bautizarían con mi nombre a la enfermedad.
¡Síndrome de Ernest Kaufmand! Habría quedado bien, sí. ¡Y menuda forma de impresionar a las amistades! «¿Cómo te va la vida?» «¿Qué has hecho últimamente?», me preguntarían. Y yo respondería entonces, en un alarde de falsa modestia, que nada del otro mundo, que dar nombre a una enfermedad.
—Bueno —prosiguió el doctor—, yo no diría tanto como que es muy común, pero sí hay muchos casos documentados. Ahora bien, todo sea dicho: usted es el primero que termina manufacturando gorros de lana. Lo más normal es producir Coca Cola Zero. Bájese los pantalones.
Y me bajé los pantalones.                                                                   
—Y los calzoncillos, por favor —añadió.
Y me bajé los calzoncillos.
 Mientras el doctor me palpaba los testículos, apretando ocasionalmente (en lenguaje empresarial: motivar a los empleados), yo no dejaba de darle vueltas a aquel adjetivo con que coronase su primer diagnóstico: «agudo». ¿Tan grave era? ¿Habría que amputar? (En lenguaje empresarial: cerrar el chiringuito y todos a la puta calle).
—Bien, bien, bien —dijo al fin— parece que sí. Que sufre usted de DTA.
Pero yo no estaba interesado en el nombre de la dolencia (si no era el mío, claro está), yo quería, necesitaba, una solución. Y la castración, huelga decir, no era algo que me atrajera lo más mínimo.
—Para su tranquilidad —respondió en cuanto le hice tal observación—, la DTA no es irreversible. De todas formas, ¿ha pensado en abrirse a otros mercados? Siempre es invierno en alguna parte, ya sabe, y podría exportar los gorros al extranjero.
—Me temo que no puedo. Firmé un contrato de exclusividad con El Corte Inglés.
—¡Uf! Le tienen cogido por los cojones. ¡Ja, ja! Perdone el chiste.
—No pasa nada. Pero dígame, ¿cuál es el tratamiento?
—Bien, en los casos estándar en los que los testículos producen Coca Cola Zero, suele bastar con una dieta alta en azúcares. En el suyo supongo que será suficiente si…
***
Y aquí estoy, dos largos años después de todo aquello. Ya casi recuperado del todo.
Cada noche, antes de irme a la cama, pongo mis huevos en remojo durante no menos de media hora para que la lana, la lívido y mis genitales encojan. Y, por supuesto, echo en el bidé un chorrito de Norit… si no quiero que haya bolitas.  

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