HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

domingo, 27 de febrero de 2011

EL OJO EN LA SOPA

            Ernest Fiodorovich Doctorow von Heinrich-Dalton Malenkof estaba comiendo sopa.
La rama paterna de su familia, Doctorow von Heinrich-Dalton, siempre había sido muy de sopa, a excepción de su prima Augusta. Esta era incapaz de acercarse a menos de cinco metros de cualquier clase de caldo desde que, a la tierna edad de cinco años, su madre (la tía Claudismunda, más conocida como Claudismunda Doctorow von Heinrich-Dalton, o también Claudismunda Doctorow von Heinrich-Dalton-Que-En-Paz-Descanse, si bien tal nombre sólo lo usaban sus familiares más cercanos y únicamente tras su fatídica muerte acaecida en 1998), la atizase con un plato sopero en la cabeza y dejase el hemisferio derecho de Augusta en estado comatoso.
El caso es que estaba comiendo sopa. Una mísera sopa de sobre, ni siquiera una como Dios manda, de esas que sólo saben preparar las madres; sopa de cocido (¡hummmmmmm, que rica!). Nada más lejos de la realidad ni más cercano a los deseos de Ernest. La sopa que estaba degustando era de fideos y champiñones y le recordaba a cada sorbo su incapacidad para defenderse medianamente bien en la cocina.  
Y entonces…
Chof.
Sonó chof.
Ernest bajó la vista y lo vio. Ahí estaba. Se negaba a creerlo, pero uno de sus ojos había caído al plato y estaba nadando entre fideos.
«¡Las cosas que le pasan a uno!», pensó.
Lo miró y lo remiró. Debía tratarse de una alucinación. Soltó la cuchara y se palpó la cara con ambas manos. La cuenca de su ojo derecho estaba vacía. ¿Cómo podía haber sucedido? No le dolía, ni había rastro alguno de sangre y tampoco los días anteriores había sentido molestia alguna. Por unos segundos estudió la posibilidad de estar soñando, sin embargo, aún podía sentir el dolor residual en su lengua dada su impaciencia a la hora de catar sopas. Aquello, es menester aclarar, también lo había heredado de la rama paterna: los Doctorow von Heinrich-Dalton siempre se quemaban la lengua al comer cualquier caldo caliente.
Desechó, por tanto, la opción de que todo fuese fruto de un mal sueño o un engaño de su conciencia y paseó la lengua por el cielo del paladar, confiando en no haberse producido ninguna quemadura de primer grado. Acto seguido, volvió a fijar la vista en el plato. Su ojo seguía allí, flotando.
¡Menudo día llevaba!
Tras unos momentos de duda agarró firmemente la cuchara, dispuesto a rescatar de entre ese mar de fideos y trocitos de champiñón a su queridísimo ojo. No estaba seguro qué haría una vez lo recuperase; acaso enjuagarlo con agua tibia bajo el grifo de la cocina y secarlo con cuidado de no dañar la retina. Sin embargo, en ese preciso instante llamaron a la puerta.
Como no esperaba visita trató de ignorar el sonido del timbre y siguió a lo suyo; se trataría de algún comercial, o un testigo de Jehová, quizás una pareja de mormones (aunque no estaba seguro de si esos se limitaban a pararle a uno por la calle), pero aquel maldito eco metálico no cesaba. Quienquiera que fuese comenzaba a resultar bastante pesado.
—¿Quién es? —dijo lanzando un grito desde el salón.
Nadie contestó. Apenas se produjo un breve silencio, como si la persona al otro lado de la puerta dudase entre contestar o ignorarle y seguir llamando. Al momento, y para su enfado, volvió a sonar el timbre.
Soltó la cuchara, caminó hacia el vestíbulo hecho una furia y abrió de golpe. Su cara mudó de expresión casi con la misma rapidez con la que unas gotitas de orina se le escapaban, furtivas, y mojaban su ropa interior. No podía creerlo, tenía enfrente a la mismísima Muerte; con su capa negra y su jodida cara huesuda de hija de puta y esa guadaña que, hasta entonces, Ernest Fiodorovich Doctorow von Heinrich-Dalton Malenkof, siempre había creído que era mero atrezo. 
—¿Es usted Ernest Fiodorovich?
Y el ojo que le quedaba se crispó y fue presa de un convulsivo tic, pues la Muerte, en lugar de hablarle con la voz de ultratumba que él siempre había imaginado (voz sin duda incrustada en el imaginario colectivo a tal profundidad y con tan mala saña que sólo podría ser extirpada tras una operación de cirugía mayor), lo hacía con una vocecita que sin problema alguno podría haberse atribuido a Leticia Sabater.
Incapaz de pronunciar una sola palabra se limitó, y no sin grandes esfuerzos, a asentir tibiamente con la cabeza.
—¿Le importa que pase? Apenas le robaré unos minutos.
Ernest se hizo a un lado para dejar pasar cómodamente a la Muerte y miró de arriba abajo su guadaña, la cual, afilada hasta el extremo de poder cortar el viento, emitía un trémulo silbido a cada paso de su dueña.
Una vez entraron ambos en el salón, Ernest tartamudeó un «adelante, siéntese por favor, está usted en su casa», que se le antojó estúpido antes de finalizar la frase. Pero la Muerte, como si no lo hubiese escuchado, se limitó a caminar hasta la mesa y pararse frente al plato.
—Creo que esto es suyo —dijo metiendo una mano en la sopa y sacando el ojo de entre los fideos.
«¡Menuda zorra!», pensó Ernest. No quería ni imaginar dónde carajo había estado hurgando esa mano los últimos dos o tres mil años (Hitler, Atila, Mussolini, su primera esposa, su tía Claudismunda Doctorow von Heinrich-Dalton-Que-En-Paz-Descanse, Don Pimpón…). Y ahora manoseaba su queridísimo ojo. ¿Se podía saber qué pasaba? ¿Ahora la muerte se lo llevaba a uno por partes, a cachos?
 Contestó que sí, que así era, que se trataba de su ojo y podía dejarlo sobre la mesa y ya lo recogería él más tarde, que gracias de todas formas.
Y así hizo la Muerte, depositando con cuidado el ojo en la mesa para, acto seguido, caminar parsimoniosamente hasta el sofá.
—¿Le importa si fumo? —preguntó mientras se sentaba.
—Sí, no hay problema. Yo lo dejé hace años, pero no me molesta —mintió, pues desde que logró superar su adicción se había mostrado intransigente con todo aquel que fumase en su presencia.
Ella se lo agradeció porque, según dijo, llevaba un día horrible y la vendría muy bien tomarse cinco minutos para descansar y echarse un cigarro. Ernest, de pie, no quitaba ojo a la guadaña que ahora reposaba en el suelo y había dejado de silbar.
—Supongo que se estará preguntando la razón de mi visita, señor Ernest Fiodorovich —observó la Muerte tras dar las primeras caladas.
Y él respondió inmediatamente que así era, sorprendiéndose a sí mismo por haber logrado recuperar algo de compostura. Su voz ya no parecía un mero balbuceo y parecía controlar por completo sus esfínteres.
—Bien, resulta que se me ha presentado un pequeño problema. Esta mañana he recibido por mail la lista de las almas que he de llevarme conmigo al inframundo. Hasta ahí nada nuevo, la rutina de cada día, ya me entiende…
—Entiendo, sí. Yo también soy funcionario.
—¿Sí? ¡Qué casualidad! En fin, prosigo. Ninguno de los nombres de la lista de hoy ha supuesto problema alguno…, hasta que he dado con el suyo.
Ernest notó como se le helaba la sangre y por un momento se sintió desfallecer; la entereza que instantes antes había creído recobrar se esfumó en un suspiro.
—Resulta que hay dos Ernest Fiodorovich Doctorow von Heinrich-Dalton Malenkof residiendo en Madrid.
—¡Pero eso es imposible! —protestó Ernest sin caer en la cuenta de que ese hecho le otorgaba un cincuenta por ciento de posibilidades de terminar aquel día con vida.
—Todo lo imposible que usted quiera, pero tan cierto como que estoy ahora frente a usted. El resto de datos de que dispongo son muy vagos e imprecisos y le agradecería su colaboración para poder salir de dudas y no cometer ningún error imperdonable.
La Muerte omitió adrede que su secretaria le había traspapelado la mitad de la información; era un detalle que no venía al caso y la pobre, que era becaria, demasiado hacía para lo que cobraba.
—De acuerdo, usted dirá.
—Ok, comencemos… ¿Su familia es originaria del cantón suizo de Friburgo o del de Schaffhausen?
—¡Uf! Menuda preguntita… Mi familia lleva ya muchas generaciones asentada en España y cierto es que sus raíces son suizas, pero no sabría decirle… Recuerdo, eso sí, que a mi abuelo Ferdinand Doctorow von Heinrich-Dalton siempre le gustó el vino de Merlot. No sé si servirá de algo…
—No, mucho me temo que no. Ese vino es del cantón de Tesino. En fin, pasemos a analizar su línea materna. ¿Malenkof?
Ernest dijo que sí y recalcó que Malenkof terminado en efe. Al parecer había unos Malenkov con uve y de origen Búlgaro que, históricamente, habían estado en disputa con su familia desde que, durante la Primera Guerra Balcánica, un tal Piotr Malenkov tratase de hacerse pasar por un Malenkof para evitar ser llamado a filas. La Muerte respondió que esa información no tenía relación alguna con el asunto que estaban tratando y Ernest replicó que sólo quería aclararlo. No fuese que alguno de esos tipejos búlgaros hubiese vuelto a cambiar su apellido para eludir su cita con la Muerte.
—No, descuide, señor Ernest Fiodorovich. A esos cabroncetes los tengo bien controlados. El Malenkov del que me ha hablado a punto estuvo de darme esquinazo un siglo atrás y desde entonces no he quitado ojo a su linaje.
Ernest se congratuló de tal gesto de indudable profesionalidad por parte de la Muerte y ella respondió que se limitaba a cumplir con su obligación.
—Bien, su padre, Fiodor Doctorow von Heinrich-Dalton… ¿Nació en 1935 o en 1940?
—En el cuarenta.
—Bien, bien, bien. ¿Y su madre? Margarita Malenkof, ¿cierto?
—Así es, Margarita. Nació en el cuarenta y cuatro.
La Muerte suspiró y pareció sumirse en profundas reflexiones mientras su cigarro terminaba de consumirse entre sus falanges.
—Bueno, una última cuestión. ¿Recuerda haber sufrido recientemente algún infarto de miocardio?
Y Ernest Fiodorovich Doctorow von Heinrich-Dalton Malenkof respondió que así era y que precisamente esa misma mañana, durante el desayuno, había sufrido uno, pero se le pasó en minutos y no le dio mayor importancia. Preguntó entonces si tal hecho podía tener alguna relación con su visita. Mas, antes de que la Muerte le respondiese, observó cómo la guadaña volvía a silbar y emitía un extraño brillo. Si hubiese sido preguntado acerca de sus impresiones sobre tal brillo, Ernest habría respondido que la guadaña parecía sonreírle con malicia.
—Mucho me temo que sí, señor Ernest Fiodorovich. Usted debería llevar horas muerto. Si fuese tan amable de acompañarme…
Y Ernest sintió como si una garra abrazara su corazón y se lo estrujase hasta hacerle casi llorar. Reconocía ese dolor, era el mismo que notase horas atrás, mientras desayunaba. Reparó nuevamente en su ojo derecho, el cual reposaba en la mesa, justo donde lo dejase la Muerte minutos antes. Ignoraba por completo si el tener que llevar ya un tiempo fallecido podía estar relacionado con tan desafortunado incidente. Aunque en su fuero interno estaba convencido de que así era.
Resignado, vencido, sabiendo que apenas le quedaban unos segundos de vida, preguntó si podía recoger su ojo.
Pero nunca llegó a obtener respuesta alguna. De poder hablar con él, Ernest nos diría que, en ese instante, habría jurado oír cómo una carcajada salía del filo de la guadaña y le rebanaba el alma.