HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

martes, 27 de diciembre de 2011

CONCIERTO PARA FLAUTA Y PIANO NºIV CON DOBLE TIRABUZÓN

Siempre he tenido tres grandes aficiones: la música, el salto de trampolín y el sexo. Disfrutar todas a la vez es una experiencia única, de la cual pude gozar por vez primera a los diecisiete años, cuando traté de realizar un salto con doble tirabuzón a la derecha mientras disfrutaba del suave tacto de los muslos de una completa desconocida y tarareaba el Concierto para piano y orquesta nº 2 en Fa menor de Chopin.
El impacto contra el agua, algo que en la jerga técnica viene a denominarse “barrigazo de espanto”, me dejó medio noqueado. Afortunadamente la andanada de bofetadas que recibí por parte de la chica a la que quise hacer copartícipe de tan singular experiencia me terminó de noquear y no sufrí dolor alguno hasta que desperté, meses después, en el hospital.
            Decidí, ya que siempre he sido bastante avispado, no repetir la experiencia y dejar cada cosa para su momento: El salto de trampolín para cuando estuviese cerca de un trampolín (y de una piscina, a ser posible), la música para cuando estuviese cerca de un instrumento musical, y el sexo para cuando estuviese cerca de una mujer dispuesta a amarme (o, en su defecto, a acostarse conmigo sin más). Pero los instintos son algo que no podemos controlar y la cabra siempre tira para el monte. De modo que no era en absoluto extraño que tararease algún concierto para flauta, piano, oboe o banjo, mientras hacía el amor (o algo parecido) con mi primera novia (las siguientes no aceptaron semejante extravagancia, de hecho no aceptaron ni acostarse conmigo, claro que profundizar en ello no viene al caso). Y, por supuesto, también seguía practicando el salto de trampolín, pero en solitario.

Pasaron los años y me convertí en un compositor reconocido, mas el gran público desconocía mis grandes dotes para el salto de trampolín y la capacidad para desafiar las leyes de la gravedad, de la termodinámica y de propiedad intelectual, de mi gran miembro viril. Lo cual me frustraba sobremanera.
Hasta que un día dije “basta” y el tipo que había sentado junto a mí en el autobús saltó por la ventanilla aterrado. Eso me dio una idea, pero no me acuerdo de cual. Ese mismo día tuve otra idea, y esta sí la recuerdo: Tocaría mi concierto para flauta y piano Nº IV saltando desde los diez metros y realizando un doble tirabuzón junto a cinco chicas que no dejarían de besarme durante la acrobacia. Me puse manos a la obra y, por sorprendente que parezca, me costó más encontrar cinco chicas dispuestas a besarme en tan poco ortodoxas condiciones, que un lugar donde aceptasen alquilarme una flauta y un piano para tirarlos por un trampolín.

Y llegó el gran día y allí estaba yo, en el borde de la tabla, diez metros por encima del agua, con las manos sobre el teclado del piano, la flauta en la boca y cinco chicas agarradas a mi cuello y besándome apasionadamente. Un pequeño, apenas imperceptible impulso nos precipitó hacia la piscina mientras yo trataba de ejecutar un doble tirabuzón y no perder el compás.

¿Conocen a alguien que lo haya conseguido? ¿No? Bien, pues eso es porque yo tampoco lo conseguí. Creo que el piano fue el único que no se rompió ningún hueso, de la flauta no puedo decir nada porque me la tragué y desde entonces no la he vuelto a ver, según los doctores ahora está alojada en algún lugar cercano a mi colon.
Y respecto a las chicas…
Les diré una cosa, a media voz, muy bajito…, acérquense:

Fin.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

CUESTIÓN DE INERCIA

            Salí de casa con lo primero que pillé y no me di cuenta de lo arrugada que estaba mi camiseta. Sólo al observarme en el espejo del ascensor me arrepentí de no haber dedicado dos minutos a arreglarme un poco. Claro que, dadas las circunstancias, preocuparme por un detalle de esa índole era absurdo. Por lo que, nada más cruzar el portal y encontrarme en la calle, me deshice de la camiseta y la tiré al suelo. Ahora, el machete que llevaba a la espalda, medio oculto en el pantalón, estaba a la vista de cualquiera.

            Caminé hacia mi coche, aparcado a pocos metros de allí, y agarré el machete con la mano derecha antes de llegar hasta él y apoyarme en el capó. Lo que venía a continuación era lo más difícil de todo. Aunque sabía perfectamente dónde estaba, palpé mi pecho mientras me preguntaba por dónde empezar a cortar. Llegar hasta el corazón sin dañar ningún órgano vital es harto complicado si no eres cirujano o, al menos, veterinario experimentado. Al final opté por realizar una incisión a la altura del esternón y rajar delicadamente hacia la izquierda, siguiendo la línea que marcaba la última costilla. Comencé a sangrar vistosamente y me manché los pantalones; todo un estropicio, tendría que tirarlos a la basura.

            Dejé el machete a mi lado, en el capó, e introduje la mano. Para mi decepción, apenas lograba rozar el corazón con la punta de los dedos. Así que me arranqué dos costillas de cuajo. «Ahora sí», susurré en cuanto pude asir mi corazón con fuerza. Tiré y al momento tuve frente a mí a ese pequeño cabrón, aún palpitante y que recordaba a un pez que, fuera del agua, boquea y se retuerce en vano. Tras contemplarlo, curioso, durante unos segundos, lo tiré al suelo. El proceso llevaría su tiempo, así que me encendí un cigarro para sobrellevar mejor la espera.

            Los primeros en llegar fueron dos gatos callejeros que solían rondar un parque cercano; una anciana siempre les llevaba algo de comida y agua todas las tardes, cuando creía que nadie la veía.

            Empezaron a lamer el charquito de sangre que rodeaba mi corazón, mirándome con timidez, como si me estuvieran pidiendo permiso. Les sonreí y siguieron a lo suyo. Sólo pararon cuando un barrendero se acercó a gritos y me increpó diciendo que él no pensaba limpiar esa porquería, que no le pagaban lo suficiente. Le contesté que no se preocupase y se fue por dónde había venido. También los gatos se largaron. Saciados, supongo.

            Al rato una pareja de ancianos se paró y ella me pidió permiso para llevarse un trozo. «Claro, coja lo que necesite», dije. La entregué mi machete y partió mi corazón en dos con una soltura magistral.

            «Trabajó toda su vida en una casquería», se disculpó el señor.

            «Sí, ya veo, no hace falta que lo jure».

            Y se marcharon dándome las gracias. ¡Qué salaos!

            Los cuervos no tardaron en aparecer y en cinco minutos no habían dejado más que un trocito del tamaño de un garbanzo que ninguno quiso. ¡Ahí estaba, eso era! Lo recogí del suelo y me lo guardé en el bolsillo del pantalón antes de volver a ponerme la camiseta y caminar hacia una tienda de chinos cercana.

            «¿Tienen cajitas pequeñas, tamaño garbanzo?».

            «Segundo pasillo a la izquierda».

            Elegí una caja redonda, de color frambuesa, y volví al mostrador.

            «Me llevo ésta».

            «Un euro, ¿algo más?».

            «Bueno, ya que estamos, ¿no tendrá por ahí bolsitas de sangre del grupo B negativo?».

            «No, se nos han agotado, las traeremos mañana».

            «Bien, pues ya volveré si eso».

            Pagué sin estar muy convencido de si regresaría al día siguiente, ya que, como todo el mundo sabe, un hombre sin corazón sólo sigue vivo por inercia y es imposible predecir cuánto tiempo aguantará.

            Metí en la caja aquel trozo con forma de garbanzo y caminé hacia su portal. Una vez llegué, deposité la caja en el suelo y llamé a su telefonillo. Para cuando contestó yo ya me había girado y regresaba a mi casa. No quería saber qué haría con ello y estaba tranquilo, confiado, pues a nadie más se le ocurriría cogerlo. Ella era la única que alguna vez se fijara en ese pedacito de corazón.

Y siempre había sido suyo.

martes, 11 de octubre de 2011

Y EL CASO ES QUE SE HA QUEDADO UN BUEN DÍA

         Había perdido su nombre en algún momento, imposible saber cuál, según volvía del trabajo. Y no estaba el día para girar sobre sus pasos y buscarlo, no con la solanera que estaba cayendo. Afortunadamente, sus llaves seguían en el bolsillo derecho del pantalón raído y de bajos pasados que, como si de una promesa se tratara, no había lavado en un mes.

De modo que entró en su casa sin problemas. Y es que estos, malditos traidores sin escrúpulos, tenían la malsana costumbre de presentarse sin avisar (cual suegra metomentodo-con-mala-leche-vaya-una-buena-que-me-ha-caído-por-Diós…, una suegra estándar, vamos) y, por regla general, dejaban que se confiase antes de machacarlo sin piedad.

Así pasó aquella tarde; los problemas no hicieron muda alguna en su rutina y, según dejó las llaves en la mesa del salón, la soledad cayó sobre él como una losa. Fue tal el peso que castigó sus maltrechos hombros, que se desplomó en el suelo, quedando atrapado y al borde de la asfixia. Por fortuna, no era la primera vez que se hallaba en semejante brete y, evitando caer presa de la desesperación, supo cómo reaccionar.

Deslizó, no sin esfuerzo, su mano derecha hacia la cremallera del pantalón y agarró su miembro. Lo que vino a continuación fue una paja rápida (que faltaba el aire y no estaba la cosa para recrearse). En el momento en que una hemorragia de placer brotó a chorro y empapó su entrepierna, logró zafarse ágilmente de la losa de soledad que lo aprisionaba.

Corrió entonces hacia el baño, desnudándose por el largo pasillo que comunicaba éste con el salón y se metió en la ducha.

Mientras el agua fría recorría su cuerpo (consciente de que debía darse prisa, pues si se deleitaba con las vistas en su camino al desagüe se calentaría), él tenía la mente en otra parte, muy, muy lejos de allí. De modo que la llamó y ésta acudió, presta, a la llamada de su dueño. Una vez reunidos, mente y amo comenzaron una animada charla y llegaron a la conclusión de que el sexo con uno mismo no era más que una solución temporal a la soledad. Y que ésta, amante celosa, volvería una y otra vez hasta lograr reventarlo bajo su peso.

Quizás si él saliese un poco…, porque el caso es que se había quedado un buen día, según le dijo su mente (que aprovechó la ya citada y breve escapadita para bajar a comprar el pan). Pero no, no le parecía una buena idea; odiaba dar paseos así, sin más, con o sin rumbo fijo.

Así que cerró el grifo y abandonó la ducha de un salto para terminar frente al ordenador que, pese a ser portátil, rara vez cedía su lugar preferente en la mesa del salón.  Lo encendió y fue a la cocina a prepararse un café (el quinto del día, mas el primero fuera del trabajo) e ir fumándose un cigarro en lo que arrancaba el maldito Windows.

De esta guisa, aún en pelota picada y armado con sus dosis vespertinas de alcaloides, atravesó el salón y salió a la terraza dispuesto a secar su cuerpo al sol. Sí, definitivamente se había quedado un buen día. Tal vez podría aprovechar y buscar su nombre…, pero tiró la idea por la barandilla y ésta cayó a la calle, golpeando de refilón en la cabeza a una señora mayor.

«¡No arrojen basura, hijos de puta! ¡Un día escalabrarán a alguien!», gritó alzando un puño y agitándolo en el aire.

Ni era la primera vez que una vieja le increpaba por lanzar ideas o proyectos al vacío, ni tampoco la primera que los insultos le entraban por un oído y le salían por otro. Todo era cuestión de acostumbrarse.

Así que siguió plantado en la terraza, sin inmutarse lo más mínimo, apurando el cigarro y disfrutando de su café recién hecho hasta que, como impulsado por un resorte, dio media vuelta, volvió al salón y se sentó frente al ordenador.

Miró su mail: La bandeja de entrada estaba vacía.

Miró su blog: Ningún comentario en las dos entradas que hiciese a altas horas de la madrugada. Apagó la colilla en el cenicero de cristal que siempre orbitaba en torno al PC y encendió otro cigarro.

Era jodido estar solo, realmente solo. Cada mañana, nada más despertar, el simple hecho de sentir el frio de la ausencia en la mitad izquierda de la cama le encogía el corazón hasta dejárselo en el marcapasos. Tampoco era que la echase de menos a ella; echaba en falta a alguien. Y, para colmo, lo que le esperaba en su trabajo como cajero de una sucursal bancaría, no era otra cosa más que cruzarse con espectros incapaces de intercambiar otra cosa que no fueran saludos fugaces o frases hechas. Algo que, a todas luces, no ayudaba lo más mínimo a que el reloj corriera más deprisa.

Para colmo su jefe lo tenía cruzado, bien cruzado, entre ceja y ceja: En las últimas semanas le había dado a entender, con torpes indirectas y gestos nada gentiles, que su puesto pendía de un hilo.

Si tal hilo se rompía, su rutina trabajo-casa-trabajo-casa-trabajo desaparecería y, casi con toda seguridad, acabaría encerrado (cual moderno ermitaño) en sus cincuenta metros cuadrados de piso de alquiler en el extrarradio de Madrid. 

Iba por mal camino (All work and no play makes Jack a dull boy, pensó parafraseando “El resplandor”) y su mente no tardó en emitir una señal de alarma, pero ésta coincidió con una violenta tos causada por el humo juguetón y caprichoso del cigarro que, en lugar de dirigirse a los pulmones, optó por hacer compañía a la flema perpetua (cual nieve del Kilimanjaro), que residía en la garganta, y tal señal paso inadvertida.

Segundos después la soledad volvió a precipitarse sobre él, golpeándolo a traición y aplastando su cabeza contra el teclado del ordenador.

Esta vez no pudo quiso reaccionar y sus manos permanecieron inmóviles mientras el resto de su cuerpo convulsionaba en los últimos estertores.

«Otra tumba anónima», pensó la soledad haciendo una muesca más en su revólver.

domingo, 9 de octubre de 2011

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

«Ha ha», dijo compendiosamente,

y no se extravió en consideraciones más amplias.

Gestas y opiniones del Doctor Faustroll,

Alfred Jarry





            Abrió la puerta y se encontró con el cuerpo desnudo de su vecina. Le faltaba la cabeza, pero aún así la reconoció al instante; era su vecina de abajo, sin duda. Sus curvas, sus lunares, aquella marca de nacimiento en forma de clavel rodeando el minúsculo ombligo… Apenas se habían acostado un par de veces, muchos meses atrás eso sí, pero ciertos detalles no se olvidan fácilmente.

Se quedó clavado en el sitio, con las llaves en una mano, un cigarro aún por encender en la otra y la puerta por cerrar. ¡Menudo día llevaba!

Ya nada más despertar comprobó con Estupor (su perro), que las oes de su nombre se habían desprendido durante la noche y rodaban de un lado a otro por el suelo de la habitación, escondiéndose bajo la cama cada vez que trataba de atraparlas. De ahora en adelante tendría que hacerse llamar Ernest Alfred y la gente lo tomaría por francés.

Salió de la habitación, camino de la ducha, mientras Estupor le ladraba a las juguetonas y escurridizas oes.

—No insistas, amigo, mucho me temo que no saldrán fácilmente de ahí.

Y fue entonces, a las puertas de su ducha matinal, antes de su primer café y de acercar siquiera el primer cigarro del día a sus labios, cuando sonó el teléfono. No acostumbraba a contestar estando bajo de alcaloides, de modo que lo dejó sonar, se desvistió y abrió el grifo del agua fría.

Media hora, una ducha, un café con leche y dos cigarros más tarde, Ernesto ya estaba sentado frente al ordenador. El tiempo apremiaba, la crónica en la que trabajaba tenía que estar terminada para el día siguiente y apenas llevaba escritas unas pocas líneas. Si bien él siempre había trabajado mejor bajo presión y en esos momentos se encontraba en su salsa, aporreando el teclado mientras los Lynyrd Skynyrd martilleaban sus tímpanos desde la minicadena, en el extremo opuesto del salón.

Oyó cómo Estupor arrancaba a ladrar nuevamente y se levantó dispuesto a prepararse su segundo café.

—¿Hay suerte colega? Avísame si esos cabrones salen de su escondite —dijo desde la cocina, arrastrando cada sílaba de puro desdén hacia su propia pregunta; sin fe alguna en que las oes cesasen en su rebeldía.

Y entonces el teléfono sonó por segunda vez y esta vez sí lo descolgó. Reconocer a su ex tras la voz que gritaba incoherencias al otro lado de la línea no le hizo mucha gracia. Cuando vivían juntos ella siempre se las apañaba para interrumpirle con sandeces de los más variados calibres mientras él estaba escribiendo y Ernesto no entendía esto como una falta de respeto hacia su trabajo, si no hacia él.

—¿De qué cojones estás hablando? ¿Qué Apocalipsis ni qué hostias?

—Te digo que están aquí los cuatro jinetes del Apocalipsis y preguntan por ti —respondió ella.

—¡Vamos, no jodas! Ahora estoy ocupado, ponles algo de picar y que esperen sentados. Ya veré si puedo pasarme por tu casa más tarde.

—¡Pero que son los cuatro jinetes del Apocalipsis!

—Como si son los tres tristes tigres que comen trigo en un trigal, no me llames para gilipolleces —Ernest colgó y se llevó las manos a la cabeza; aquella mujer le sacaba de sus casillas. Dos años, un puñado de polvos con su vecina y unos cuantos miles de euros en psicoterapia después de haberse separado, ella aún conseguía desequilibrarlo ocasionalmente con llamadas inoportunas.

Ernesto Alfredo pensó entonces en ofrecer las erres de su nombre al Dios de turno con tal de que su ex le dejase en paz. Incluso aunque tal sacrificio implicase hacerse llamar “Enest Alfed” y que la gente lo tomara por un francés gangoso; la quintaesencia de lo ininteligible, sin duda.

—¿Y esas oes? ¿Salen? —preguntó caminando hacia el dormitorio.

Pero Estupor no respondió. En esos momentos estaba tumbado a los pies de la cama y se entretenía siguiendo con la mirada a las oes mientras éstas correteaban y pegaban minúsculos saltitos de o.

Tras dar una palmadita al perro y abrir el armario se quedó parado un instante antes de decidir vestirse con unos vaqueros raídos y una camiseta negra. Andaba escaso de tabaco y ya eran cerca de las diez; al menos la interrupción de su ex le serviría para mover el culo de la silla y bajar al estanco.

Fue entonces cuando salió del piso y vio a su vecina tirada en el rellano, desnuda y decapitada.

En cuanto recuperó algo de compostura se giró, lentamente, como quien teme despertar a un gigante (o, en su defecto, a alguien que pueda partirle la cara a uno sin inmutarse: un padre al que se le despierta de la siesta, por ejemplo), y volvió a entrar en su casa. Sólo tres palabras cruzaron por la mente de Ernesto: «¿Pero qué cojones…?».

Oyó un gran estrépito proveniente de la calle y salió de su ensimismamiento; corrió hacia la ventana del salón para asomarse. En las aceras todo eran gritos y caos, mientras el cielo, encapotado y amenazando tormenta, parecía ir resquebrajándose por momentos. De entre la grieta que poco a poco se formaba aparecieron cuatro jinetes a lomos de cuatro caballos.

«¿Pero qué cojones…?».

Siguió con la vista a los jinetes y estos descendieron hasta su calle, dejando a los corceles junto al portal y llamando al telefonillo de Ernesto.

«¿Pero qué cojones…?».

Al ver que nadie contestaba hicieron un corrillo y comenzaron a charlar entre sí. Mientras, la gente a sus espaldas corría despavorida: unos envueltos en llamas (lo cual, aunque poco útil, al menos es bastante comprensible) y otros gravemente mutilados (algunos de los cuales, aquellos que habían perdido al menos una pierna, no es que corriesen mucho).

Y los jinetes volvieron a llamar al telefonillo.

—¿Sí? —contestó, al fin, Ernesto.

—Baja —respondieron los cuatro al unísono.

—No quiero.

—Ernesto, mira, soy la Peste. No te hagas de rogar, tarde o temprano tendrás que bajar, aunque sólo sea para comprar tabaco, así que no nos hagas perder el tiempo a lo tonto  —dijo uno de ellos.

El telefonillo permaneció en silencio unos segundos hasta que, finalmente, Ernesto respondió.

—Paso. Además, ahora me llamo Ernest.

—No nos hagas subir, Ernesto —amenazó nuevamente la Peste.

—Ernest.

La Peste se llevó las manos a la cabeza, incapaz de contener los nervios, y dijo a los demás que él así no podía trabajar, que no eran maneras, que antes las cosas se hacían de modo bien distinto y nunca habían tenido esos problemas.

—¡Subimos! —añadió entonces uno de sus compañeros a la vez que abría la puerta de una patada.

Un instante después sonaba el timbre del piso de Ernesto y él les abrió amenazándoles con un cuchillo de carnicero.

—¿Se puede saber qué pretende? —preguntó la Peste mientras el resto observaban, curiosos, el cadáver de la vecina.

—Les estoy amenazando. Lárguense antes de que cometa alguna locura.

—Guarde eso antes de que se haga daño y tome —dijo tirando una túnica negra sobre la cara de Ernesto —. Vístase, este es su nuevo uniforme.

—Su nuevo uniforme —corearon los otros tres jinetes.

—Queda usted oficialmente reclutado.

Y Ernesto dejó al momento de preocuparse por haber perdido las oes de su nombre, apartó de su mente el trabajo pendiente, borró de un soplo cualquier recuerdo de su ex, de su vecina y de la cotidianeidad que hasta ese instante había inundado cada resquicio de su vida.

Lo más que alcanzó a decir (a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad y escoltado por Estupor, que había decidido dar por imposibles a las oes), lo único que logró pronunciar fue…

«Ha ha».   


jueves, 6 de octubre de 2011

YA COCINO YO

           Ella nunca había sido buena cocinera (lo más que puedo argumentar en su defensa es que yo tampoco). Y sí, quizá haya que reconocer que el cocido de lata y los congelados sabía prepararlos con prestancia y darles un puntito casero añadiendo con una hoja de perejil su toque personal. Mas no por ello lo más elaborado que se atrevió a preparar hasta aquel día habían sido unos sándwiches de foie-gras con queso que, víctimas inocentes de su inexperiencia con la sandwichera salieron negros como el tizón y terminaron en el cubo de la basura.

            De modo que ignoro las razones que la pudieron empujar a decidir cocinar aquel día. Bien es cierto que teníamos visita: mi hermano y su novia se pasarían para comer, pero ya en otras ocasiones una llamada a un chino o una pizza habían resuelto el menú. Y tampoco había necesidad de impresionarles ya que ambos se nutrían casi exclusivamente a base de hamburguesas de pollo y patatas fritas pues su paladar rechazaba con arcadas cualquier salsa o condimento más allá del ketchup o la mayonesa. Es más, mi hermano usó durante años la salsa al pesto como laxante.

            Y allí estaba ella, frente a los fogones y con la encimera repleta de filetes de pollo, pimientos, cebollas, ajos, botes de especias, limones…

            "¿Quieres que te eche una mano?”.

            “Te he dicho que ya cocino yo, que te quedes en el sofá viendo la tele”.

            Pero no podía dejarla sola ante semejante derroche de materia prima, estaba convencido de que no sabría ni por donde empezar y la sola imagen mental de cómo podría terminar todo me atormentaba.

            “¿Estás segura?”.

            “Vete, que todavía me pones nerviosa”.

            Y resignado me arrastré hasta el sofá del salón que, muy amablemente, abrazó mis posaderas. En cuestión de segundos escuché el primer grito.

            “¡Joder!”.

            “¿Qué pasa?”, pregunté aún sentado.

            “¡Trae tiritas!”.

            Cuando entré en la cocina y vi que se lavaba un corte superficial en su mano izquierda bajo el grifo del fregadero creí que se daría por vencida y cedería en su empeño por cocinar más allá de sus posibilidades.

            “Las tiritas”.

            “Dame, y vete que aún no he terminado”. Terca mujer. Ni por asomo la volvería a dejar sola.

            “No hay nada en la tele, mejor me quedo aquí calladito y en un rincón para dejarte hacer”.

            “Vale, pero no abras la boca que me pones nerviosa”.

            Y así hice, apoyándome en el quicio de la puerta de la cocina y encendiéndome un cigarro.

Vi cómo se ponía tranquilamente la tirita para, acto seguido, agarrar un cuchillo jamonero y arremeter contra un pimiento tratando de cortarlo en juliana. Fiel a sus deseos, no dije nada.

“¡Mierda!”, gritó al cortarse de nuevo en el mismo dedo. Y mi enfermiza mente fantaseó por un instante con un dedo saltarín que pegando botes terminaba en una de las sartenes y empezaba a freírse mientras yo buscaba una espátula para sacarlo y meterlo en hielo y rezar por poder reimplantárselo. Entonces, un profundo sentimiento de vergüenza por haber imaginado que algo así pudiera pasarle a la persona que yo más quería me sacó de mi estado de anonadamiento y me acerqué para ayudarla con la herida.

“¡Quédate donde estabas! Que sé lo que me hago”, gritó mientras se ponía otra tirita.

Retrocedí hasta la puerta y reparé en el humeante aceite de una de las tres sartenes dispuestas sobre la vitrocerámica. De nuevo, no dije nada y ella volvió a cebarse con el pimiento.   

            Una vez hubo terminado de rebanarlo dio un paso atrás y echó un vistazo general a la encimera. Supuse que estaría pensando por donde continuar: si agarrar otro pimiento, arriesgarse y atacar a alguna cebolla, ir sazonando el pollo… sólo Dios sabe qué carajo rondaría su cabeza durante esos segundos a lo largo de los cuales yo, hombre de palabra, no dije nada.

            Por fin agarró la tabla sobre la cual reposaba el pimiento y lo volcó bruscamente sobre la sartén que captase mi atención instantes antes, haciendo que el aceite saltase por doquier y alcanzase, mínimamente, uno de sus brazos.

             “¡Joder!”, gritó.

            Esta vez mi mente permaneció en su sitio y reaccioné con rapidez.

            “¿Te traigo una pomada?”.

            “¡Cállate! Sí”.

            Apagué el cigarro y me fui al cuarto de baño a por la pomada para las quemaduras. Cuando volví con ella me la quitó de las manos y me apartó de un manotazo.

            “Ya me apaño yo solita”.

            Y volví a refugiarme junto a la puerta, limitándome a observar en silencio cómo embadurnaba su brazo con aquel potingue.

            “Ya está”, dijo para sí cuando terminó.

            Tras lavarse concienzudamente las manos cogió una botella de aceite y la vació repartiendo su contenido entre las dos sartenes que aún no había usado. Recé en silencio mientras ella conectaba los selectores de la vitrocerámica al máximo.

            Entonces sacó un cuchillo de carnicero más parecido a un hacha que a un instrumento de cocina, agarró una cebolla y yo no pude sujetar mi lengua por más tiempo:

            “Cuchillo de carnicero igual a cuchillo para carne”.

            “¿Es que no te vas a callar?”, contestó agitando la cebolla en el aire.

            Sellé simbólicamente mis labios haciendo recorrer por ellos una cremallera invisible y agaché la cabeza.

            Me la imaginé cortándose una mano que, por efecto de la inercia, comenzaba a dar vueltas por la encimera cual peonza, como danzando un macabro breakdance mientras ella gritaba que la culpa era mía por haberla puesto nerviosa y me señalaba con su sangrante muñón.

            Me despertó un horrible grito y, joder, este era de verdad.

            Vi la cebolla medio troceada esparcida por toda la vitro y una sartén volcada en el suelo.

            “¡Trae la pomada, joder!”.

            “¿Qué cojones pomada? Te acabas de quemar las dos piernas, no hay pomada en el mundo para eso. Llamo a urgencias”.

            Sus finos pantalones de algodón se habían pegado a la piel y humeaban esparciendo un hedor insoportable.

            “¡Ahhhh! Mierda, quema”, chillaba saltando por toda la cocina.

            Ya tenía el móvil en la mano cuando sonó el telefonillo.

            “¡Joder, son ellos! Deja el puto teléfono, tengo que terminar de preparar esto”.

            No podía dar crédito a lo que me decía, se debía de haber vuelto loca, de modo que la ignoré y comencé a marcar.

            “¡He dicho que sueltes el puto teléfono!”, chilló acercándose torpemente hacia mí, mirándome con unos ojos que no transmitían odio, si no rabia y dolor. Reparé en sus piernas y ahora fui incapaz de distinguir los pantalones de su piel: se habían fundido.

            El telefonillo volvió a sonar.

            “¿Quieres abrirles de una vez?”.

            Mi vista se nubló un segundo y cuando volvió en sí reparé en que ella sujetaba con manos temblorosas una sartén. Arrojé el móvil contra la pared y quise acercarme a ella, pero no me dio tiempo.

            El dolor pudo con ella, sus piernas la fallaron. Cayó bruscamente dando con su espalda en el suelo y la sartén, tras describir una extraña parábola en el aire, derramó todo su aceite sobre su pecho y su cara. Lo que siguió fue un grito dantesco y un nuevo timbrazo del telefonillo.

            Paralizado por el horror, contemplé cómo ella, entre alaridos, se incorporaba y comenzaba a arrancase la piel de su cuerpo a tiras. Las mejillas y los hombros necesitaron de varios intentos pero no así el cuero cabelludo, que se desprendió con macabra facilidad.

            Ante tal visión mis tripas no pudieron resistir más y vomité mi desayuno a sus pies, sobre las baldosas repletas de pellejo frito.

            Postrado, escupiendo los últimos tropezones de lo que pocas horas antes fuesen unos deliciosos cruasanes de chocolate, con la cabeza a un palmo del suelo, reparé en un par de bolitas que nadaban entre mi pota. Al reconocerlos como los ojos que un día me enamorasen noté una nueva arcada que, esta vez, sólo trajo consigo un reguero de bilis que aliñó la horrible mezcolanza orgánica creada en un instante.

            Logré levantarme sacando fuerzas de lo más profundo de mi ser y al instante me arrepentí de haberlo hecho.

            Su cabeza, reducida a una calavera adornada con jirones de carne se movía desorientada, de izquierda a derecha, como preguntándose qué cojones estaba pasando.

            El telefonillo volvió a sonar.

            Pude ver su mandíbula agitarse tétricamente y oír un hilo de voz pronunciar algo ininteligible antes de que aquello que milagrosamente aún la mantenía unida a la vida la abandonase definitivamente y su cuerpo se desplomase.

            Y el telefonillo sonó una vez más.

lunes, 5 de septiembre de 2011

NO ME IMPORTA SI CAGAS CUADROS DE LA MONA LISA


Ernesto Sábato, escritor argentino fallecido este mismo año, escribió: «El artista es “el único” por excelencia, es el loco que gracias a su demencia, a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, ha conservado los atributos más preciados del ser humano». El tema de la incapacidad de adaptación recuerda a Joyce y su célebre frase de «no puedo entrar en el orden social sino como vagabundo», pero dejaré aparcado este asunto, tocándolo hoy tangencialmente y quizás, sólo quizás, otro día lo retome más a fondo.

Bueno, quienes me conozcan un poco dirán que soy inconstante en mis empresas y dudarán de que lo haga. Por otro lado, quienes me conozcan un poco más dirán que según por donde me dé, dado que mi mano izquierda nunca sabe lo que hace la derecha… y mientras yo voy por la vida manco (lo cual, si ya de por sí es un inconveniente al sentarse a escribir, no les digo a la hora de parar a un taxi).

Pero, volviendo al párrafo de Sábato con el que abría este artículo, quisiera detenerme un momento en las últimas palabras del mismo: «…los atributos más preciados del ser humano». Tal vez reclamar para los artistas la exclusividad de éstos pueda parecer excesivo, pero en absoluto lo es el exigir a todo aquel que pretenda colgarse los galones (aun los de cabo primera) de artista, la voluntad suficiente como para tratar de salvaguardar esos atributos. Lamentablemente con demasiada frecuencia esto no sucede y muchos “artistas”, a la par que desarrollan unos egos superlativos, parecen olvidar las razones que un día los impulsaron, con paso torpe y pulso inseguro, aferrándose al teclado como quien agarra un arma por primera vez, a crear. Algunos de ellos, tan pagados de sí mismos como para rozar el delirio, se endiosan. Y esto pese a que, como también aseveró Sábato: «Un Dios no escribe novelas».

Pero borrar todo rastro de humildad no es lo peor que puede suceder. Aún peor es abandonar la rebeldía y ese toque de demencia sin los cuales se hace difícil crear algo que no sea un engendro calculado milimétricamente para encajar en lo comercial y lo políticamente correcto. Entendiendo, obviamente, “comercial” no tanto como económicamente rentable sino como mero producto de consumo rápido y fácil digestión; y siendo lo “políticamente correcto” un cáncer tan incrustado en el subconsciente colectivo que se antoja difícil su extracción sin verse obligado a amputar medio lóbulo temporal.

Y es que (y digo esto sin pretender entrar a defender la provocación por la provocación) un artista ha de ser políticamente incorrecto. Ha de ser quien no entienda de tabúes ni de normas, reglas o condiciones. Si no lo hace así, el menor de sus problemas será que su obra sea un subproducto descafeinado y correrá el riesgo de convertirse él mismo en un producto fácilmente asimilable y digerible; así funciona hoy el día el mundo: productos que venden productos, marcas que venden marcas… Y adquieren más fuerza que nunca las palabras de Bill Hicks:    

«Déjenme decirles algo, pueden ir tallándolo en piedra y jamás lo olviden: Cualquier artista que venda un producto por televisión está desde ese momento y para toda la eternidad expulsado del mundo artístico. No me importa si cagas cuadros de la Mona Lisa. Ya hiciste tu puta elección».

De un modo u otro, el artista ha de situarse al margen del sistema y los mercados para poder hablar con libertad tanto de uno como de los otros. Y no crean que por cobrar por un trabajo o tener una cuenta bancaria uno forma ya parte del sistema: afirmar esto sería como aseverar que uno forma parte de la fauna marina sólo porque en agosto remojó sus lorzas en el Mar Menor. Otra cosa es hablar de nuestro dinero; ese sí está ligado al sistema, pero cosificar al hombre hasta el punto de reducirlo a la mera esencia (y existencia) de su cuenta corriente, me parece un despropósito. Como despropósito es que un artista se venda.

                                                            *****      

  Dementes, locos, inadaptados y al margen de todo… vagabundos al modo de Joyce.

¡Y cuánta falta nos hacen!

               

miércoles, 31 de agosto de 2011

CAMPANAS EN EL DESIERTO


            Si estás leyendo esto, es que estás bien jodido.

Aquel día me despertaron las campanas. Tocaban a muerto.

            Y salté como un resorte de la cama, para que al instante el frío de noviembre golpease mi cuerpo desnudo. La noche anterior había sido muy, muy larga. Mucho aliño de alcohol, tabaco, risas y ella demasiado de lejos en mi memoria. Manteniendo la prudente distancia que mantienen los sueños; nunca las pesadillas.

Una noche más.

Y ahora las campanas tocaban a muerto.

Caminé hacia la ducha, tiritando. Los efluvios etílicos que hasta pocos momentos atrás me mantuviesen bien calentito, bajo el edredón, habían perdido gran parte de su fuerza. De modo que opté por abrir el grifo del agua caliente. Y es que las cañerías de mi casa, bendecidas en su día por el mismísimo Juan Pablo II, tenían la milagrosa propiedad de convertir el agua fría en agua bendita y la caliente en vino.

Purgar mis pecados o mantenerme firme en lo que carajo estuviese haciendo con mi vida. ¡Ojala todo en la vida fuese cuestión de elegir!

En cuanto terminé de ducharme corrí a la habitación y me vestí escogiendo cuidadosamente entre el montón de camisetas arrugadas y vaqueros ajados que abarrotaban mi armario para, en seguida, salir del piso sin tomar siquiera mi primer café del día. Hay quien lo toma con magdalenas, hay quien con churros y quien prefiere los bizcochos; yo suelo mojar cuatro cigarros (rubios) en el café. Pero aquella mañana estaba sin tabaco y tenía que comprarlo cuanto antes.

Así que ahí me tenéis: recién duchado, con el pelo aún empapado de tintorro y sin nada para desayunar. El día no podía haber empezado peor. Aunque, al menos, el tañido de las campanas había cesado.

Cerré la puerta bajo cuatro llaves y un candado de bici que le robé a un niño meses atrás y llamé al ascensor. No tardó en llegar. Las puertas se abrieron y me tropecé con mi abuelo; cosa extraña, ya que había fallecido hacía cuatro años.

—¿Qué tal, yayo? ¿Te creía muerto?

Y él me respondió «aquí andamos» y que ahora era un fantasma y trabajaba de ascensorista a tiempo parcial, lo cual que venía muy bien para conciliar vida familiar y profesional. Me dio una palmadita en la espalda, apretó un botón y el ascensor comenzó a descender.

Un piso, dos, tres, cuatro, cinco… seis. Se me antojó raro, porque vivo en un tercero y el edificio no tiene garaje, pero no dije nada. Siete, ocho, nueve, diez… Así hasta que llegamos a la planta menos veinte y el sonido metálico de un timbre retumbó por toda la cabina. Mi abuelo apretó entonces otro botón, nos paramos al fin, y él dijo que ya habíamos llegado, pero no abrió las puertas. En lugar de eso, se limitó a girarse y me observó en silencio, diría que como escrutándome. Nunca me había mirado así, ni siquiera cuando estaba vivo y yo era un adolescente patizambo y con la cara llena de acné. Pensé que habría sido más normal que un abuelo calibrase a su nieto entonces y no a los treinta y tantos. Pero, una vez más, nada dije.

«Suerte», me deseó con un hilo de voz mientras me regalaba otra palmada en la espalda, antes de abrir las puertas. «La vas a necesitar», añadió. Y me despedí de él extrañado, con un «hasta luego» que parecía casi más una pregunta que un deseo.

*

En cuanto salí del ascensor una luz fuerte, directa, contundente como una coz, me atizó en la cara cegándome unos segundos. Fue tal la fuerza del impacto que mis rodillas flojearon y cedieron hasta besar la tierra, tirando de mi cuerpo en su caída.  

Nada más reponerme giré instintivamente hacia el ascensor en busca de refugio, pero había desaparecido. En su lugar, en lugar de cualquier escenario conocido por mí, se extendía un vasto desierto coronado por el sol que me deslumbrase instantes atrás.

Kilómetros y kilómetros de dunas me rodeaban.

¡Menuda putada!, fue lo más ingenioso que se me ocurrió antes de que las campanas, desde algún rincón inalcanzable para mis ojos, volvieran a tocar a muerto. Y, a falta de un plan mejor (cualquier otro plan), dejé que aquel sonido me guiase. Este, oeste, norte, sur…, imposible saber hacia dónde me dirigía.

Caminé durante días, tal vez semanas, caminé hasta perder el sentido del tiempo y de la realidad. Con el sol siempre estático sobre mi cabeza y el sonido de las campanas llegando intermitente desde lejos, desde más allá del horizonte. Hasta que terminé dándome por vencido y me senté sobre la arena. Aquel maldito desierto amenazaba no tener fin y nadie, salvo yo, parecía haberlo pisado jamás.

¡Menuda putada!

Te contaré algo: En situaciones como esa uno tiende a echar la vista atrás, muy atrás, tanto como para dar la vuelta y estar de regreso al momento exacto en que se encuentra. Buscas una explicación, buscas culpables, buscas los pasos que te llevaron allí…, buscas y buscas. ¡Busca perrito, busca!

Sólo cuando mi mente, por puro azar, reflejó un rayo de sol hacia algún punto perdido en medio de mi inconsciente, iluminándolo con la intensidad suficiente como para hacerlo arder (podéis llamarlo insolación, si así lo deseáis), comprendí que era por mí por quien doblaban las campanas.

Y fue entonces cuando de entre las dunas surgió la Muerte, caminando con parsimonia en mi dirección mientras hacía sonar unas campanillas, arrancándolas el tañido a muerto que me persiguiera durante días. En cuanto llegó a mi altura me indicó que subiese a su chepa y así hice, en silencio y sin protestar pese a que su guadaña se me clavaba en el esternón (uno de los pequeños inconvenientes que tiene viajar a lomos de la Parca).

Por fortuna no se enteró de que garabateaba todo esto en su capa y lograba desprender a jirones lo que acabas de leer.   
                              
Créeme, si estás leyendo esto… es que estás bien jodido.      


miércoles, 27 de julio de 2011

LICENCIA POÉTICA NÚMERO 1

             Hacía un buen día, despejado y no demasiado caluroso. Sin embargo yo caminaba con el paso acelerado de quien ha sido sorprendido por una tormenta en mitad de un descampado y busca desesperadamente un refugio. Y es que llegaba tarde, demasiado tarde. La inobservancia de las más mínimas reglas de la puntualidad ha sido una constante en mi forma de actuar desde que tengo uso de razón.

            Pero aquel día me había pasado. Llegaba con más de media hora de retraso y ya podía imaginarme a Raquel hecha un basilisco, soltando espuma por la boca y dispuesta a lanzarse contra mi yugular en cuanto me viese aparecer. En tales cosas pensaba yo cuando el destino quiso que tropezase con un baldosín, cayese describiendo una extraña parábola en el aire y me diese de bruces con la realidad.

            Lo que vi debió dejarme noqueado unas cuantas horas, porque cuando recuperé la consciencia ya era de noche. No obstante, también sopesé la posibilidad de que, justo en el instante en que di tan nefasto traspiés, se produjese una brecha en el continuo espacio-tiempo y tales horas jamás hubiesen existido. Mas en seguida deseché tal teoría dado que, según los más prestigiosos científicos internacionales, la última vez que el continuo espacio-tiempo se hizo una brecha, pasó dos meses en el hospital y tres más en rehabilitación; por lo que últimamente se andaba con mucho cuidado y no salía de casa sin casco.

            Me incorporé haciendo gala de la ligereza, agilidad y soltura propias de un mono borracho y apaleado. Y es que cuando la realidad te da de lleno en plena cara no queda otra que tragártela cruda, así, sin más, tal y como viene; sin kétchup ni mostaza ni nada. Y claro, le deja mal cuerpo a uno.

            Comencé a caminar en dirección a mi casa, dado que era imposible que Raquel siguiera esperándome y tiré todas las esperanzas que tenía depositadas en la fallida cita a un pozo sin fondo.

            Obviamente, hablo en sentido figurado (cualquier lector avezado o pocero medianamente instruido se habrá percatado de ello), pero he considerado oportuno permitirme alguna licencia poética. Algunos ejemplos de licencias que se pueden encontrar en la Gran Enciclopedia de los Lugares Comunes son:

            Licencia poética número 43: Todo pozo carecerá de fondo a menos que la historia trate de un niño que sufra el fatal percance de caerse en uno.

            Licencia poética número 76: Los párpados no se cerrarán, sino más bien se dejarán caer como si se tratase de sacos de patatas.

            Licencia poética número 83: Cada vez que se haga referencia a un amor pasado, este será un amor perdido. Y, con la doble finalidad de resaltar tal licencia y evitar confusiones, las llaves, mecheros, pendientes, o cualesquiera otros objetos susceptibles de acabar en el lugar más insospechado, simplemente se extraviarán.

            Licencia poética número 98: Si es de noche y el cielo está estrellado se dirá que la noche (o el cielo para evitar la cacofonía) estaba tachonada de estrellas.



            La noche estaba tachonada de estrellas y dejé caer mis párpados mientras repasaba mentalmente todos los amores perdidos que alguna vez habían dejado huella (licencia poética número 8) en mi corazón. Raquel era la última de esa lista. La cita a la que hice referencia antes era la última oportunidad que estaba dispuesta a concederme. Nunca supe mantener cerca de mí a aquella gente que me apreciaba o me quería. Siempre (sigo sin saber bien el modo) terminaba apartándolos de mi lado. Y Raquel no había sido ninguna excepción; ¿por qué tendría que haberlo sido?

            Encendí un cigarro y las primeras caladas parecieron devolverme un poco de serenidad, que exterioricé esbozando una sonrisa cuyo significado habría escapado a cualquier posible observador. Odio ponerme melancólico; apartar a los fantasmas, con el truco que sea, pero alejarlos de mí, siempre se me antoja reconfortante.

            Aceleré el paso aunque no tenía especial prisa por llegar y vivía relativamente cerca de la calle en la que me encontraba; dicen que sentirse solo en medio de la gente es triste, pero estar solo, realmente solo, de noche y rodeado de calles vacías es desolador. Supongo que andar más deprisa no era más que otro intento de alejar a los fantasmas y huir de sus sombras.

            Funcionó. Cuando quise darme cuenta ya estaba entrando en el parquecito que hay frente a mi edificio. Es un parque infantil. ¿Viejo? ¿Obsoleto? Digamos que es de los que ya casi no se ven; digamos también que es de los que están en peligro de extinción y añadamos que es una pena. Un parque de arena y con apenas ligeros vestigios de lo que en su día fueron zonas de césped; de esos con columpios que tenían neumáticos por asientos y cuyos toboganes de hierro perdieron cualquier rastro de pintura décadas atrás. Los bancos, que tras años de soportar estoicamente las posaderas de marujas que cacareaban mientras sus hijos se despellejaban las rodillas jugando al fútbol en la tierra, hacía tiempo que no recibían más visitas que las de los camellos de hachís al por menor. Pero a esas horas ni tan siquiera ellos se encontraban allí. El parque estaba desierto, a mi disposición. Y me acerqué a los columpios. En unos casi idénticos había conocido a Cristina mucho tiempo atrás, cuando yo aún no era más que un niño con parches de Naranjito en los pantalones y pájaros en la cabeza (no conservo ninguno de aquellos pantalones, pero sí algunos pájaros).

Cristina era una niña de mi edad y vivía en el portal de al lado. Su madre y la mía se habían hecho amigas y solían quedar para charlar en el parque, lo cual hacía que Cristina y yo coincidiésemos día tras día y, poco a poco, también nos hiciésemos amigos. Casi sin darnos cuenta fuimos creciendo y quedar con cualquier excusa era algo natural, no forzado…, espontáneo.

Cuando me dijo que sus padres habían decidido mudarse e irse de la ciudad, sentí una clase de tristeza distinta a todas las que hasta entonces me eran familiares. No pude definirla entonces y reconozco que tampoco soy capaz de hacerlo hoy en día. Nunca he vuelto a sentir algo igual; lo más cercano han sido sucedáneos, copias baratas o  calcos borrosos.

Decido que es hora de echarme otro cigarro y apenas lo enciendo veo una sombra a lo lejos. Parece venir hacia el parque y, por un instante, creo que puede tratarse de Raquel. Quizás se preocupase al no verme aparecer y dedicara media tarde a llamarme al móvil (es la única deferencia que tengo con las personas que quedo: el móvil lo dejo en casa, siempre). Supongo que habría empezado con mensajes de texto y que tales mensajes reflejarían fielmente una evolución en cinco pasos, similar a la que se asocia a los momentos de duelo. 

Negación: «No me puedo creer que me hayas dado plantón.»

Enojo: «Eres un cabrón.»

Negociación: «Escucha, aún estoy en la cafetería. Supongo que si no has aparecido es porque te ha surgido algo. Llámame al menos, ¿vale? Aunque no puedas pasarte hoy, podemos vernos otro día.»

Depresión: «Sabía que me harías esto, no sé por qué me dejé convencer para quedar. Si siempre me has tratado igual, como si no te importase. Soy boba.»

Aceptación: «Está claro que no aparecerás. Muy bien. Se acabó. ¡Adiós!»

Sí, y tal vez después de mandarme vete tú a saber cuántos mensajes siguiendo aquella línea, llamase a alguna amiga y ésta la dijese que lo mismo me había pasado algo. Entonces, alarmada, habría pasado a llamarme con insistencia tanto al móvil como al teléfono de mi casa y…



Pero la sombra pasa de largo, no llega a entrar al parque. Apuro el cigarro, tiro la colilla al suelo y me alejo de los columpios. Enfilo hacia el portal.

«¿Dónde estás Cristina?»

Mierda, odio ponerme melancólico pero he de reconocerme a mí mismo una cosa y no logro contener las palabras que, apenas en un susurro, se me escapan.

«Te echo de menos y, mucho me temo, que cuando desapareciste de mi vida te llevaste contigo una parte de mi (licencia poética número 1).»